TRANSIBERIANO
ENTRE MOSCÚ Y VLADIVOSTOK TRANSCURRE UN TREN TAN MÍTICO QUE, EN REALIDAD, NO EXISTE. NOS SUBIMOS A BORDO DEL TRANSIBERIANO AL ENCUENTRO DE LOS URALES. EL TREN QUE NO EXISTE
Los Urales, vistos desde un coche cama, nos esperan. Subimos a uno de los trenes más míticos para comprobar que entre Moscú y Vladivostok viven nuestros sueños viajeros más literarios.
Todos hemos jugado alguna vez, siendo niños, a girar un globo terráqueo y detenerlo a ciegas, soñando con viajar al lugar donde el dedo apuntara. Dos de cada tres veces caías en mitad de algún océano o en Siberia. Qué grande era Siberia y qué se me había perdido allí, pensaba yo. En aquellos días solo conocía a una persona que hubiera estado en Siberia; no era real pero fue uno de los héroes de mi infancia. Miguel Strogoff recorría las más de cinco mil verstas entre Moscú e Irkutsk para llevar una carta, cruzando un territorio plagado de rebeldes y tártaros salvajes. Julio Verne sitúa la acción en la Rusia zarista de la segunda mitad del siglo XIX, fecha en la que hubo un personaje, este sí de carne y hueso, que hizo el mismo camino. Perry McDonough Collins, uno de los muchos que plantearon la necesidad de la construcción del Transiberiano, llegó a Irkustk en treinta y cinco días. Cambió de caballo doscientas diez veces. Pero claro, al viaje de este aventurero estadounidense le faltó épica: no nos dio un malvado al que odiar ni una chica a la que amar. Tampoco nos llevó por un territorio inhóspito, con lobos, osos, pantanos mefíticos plagados de mosquitos, asaltos e incendios. En mis años de instituto llegó Solzhenitsyn con su Archipiélago Gulag y Siberia fue un lugar aún menos apetecible. Sin embargo, siempre fue más fuerte el deseo de hacer uno de los recorridos en tren más míticos. Así que allí estaba, en Irkutsk, para ir en busca de un tren que no existe –el Transiberiano es la línea férrea entre Moscú y Vladivostok, por la que circulan numerosos trenes– y viajar en sentido oeste al encuentro de los Urales. Antes de subir a bordo, tenía por delante tres días para visitar Irkutsk y el lago Baikal.
Uno de esos recursos de escritor perezoso, desgastados ya de tanto uso, compara a Irkutsk con París. Verne fue mucho más cauto y describió una ciudad mitad bizantina, mitad china vista desde las alturas; europea al caminarla. Con una arquitectura alborotada, su patrimonio más valioso son las casas de madera, muchas de ellas hundidas por el peso pero todavía en milagroso equilibrio, necesitadas de un cariño que probablemente nunca llegue y apenas dignificadas por una capa de pintura de tonalidades pastel que, de tanto en tanto, reciben las ventanas. En Irkutsk me encuentro con las primeras iglesias ortodoxas del viaje. No hay nada con más tendencia al horror vacui que el interior de una iglesia ortodoxa, ni, en ocasiones, con tanto parecido exterior a los pasteles de las celebraciones de quinceañeras: véase la catedral de Nuestra Señora de Kazán. También aparece la primera de muchas estatuas de Lenin. Cada ciudad rusa que se precie tiene la suya; ciclópea y elevada sobre un pedestal. No puedo evitar recordar al Lenin volador de la magnífica Good bye, Lenin (Wolfgang Becker, 2003).
Al sur de Irkutsk sale la carretera Baykalskiy Trakt, vía directa al lago Baikal. Transcurre paralela al río Angará, el único curso de agua que nace de este lago en el que desembocan más de trescientos. El Baikal ofrece cifras superlativas: más de 600 kilómetros de largo, más de 1.600 metros de profundidad y el veinte por ciento de las reservas de agua dulce del planeta. Durante varios meses al año, los primeros metros de su superficie se congelan dando lugar a curiosas formaciones por el metano acumulado y posibilitando la circulación de vehículos. Durante el camino de vuelta a la ciudad, una enorme valla publicitaria con la imagen de Stalin da la bienvenida a Bolshaya Rechka, un enclave rural hecho con poca planifica
EL TRANSIBERIANO FUE UNA OBRA DE INGENIERÍA DEMOGRÁFICA A GRAN ESCALA, LA MANERA MÁS EFICAZ DE RUSIFICAR SIBERIA
ción y menos asfalto. En las calles casi desiertas, un motorista esquiva los baches para no verter la vieja lechera que lleva en el sidecar, y un lugareño pasado de vodka busca una farola a la que agarrarse mientras canturrea algo apenas imperceptible. Las casas son sencillas, pintadas de vivos colores. Destacan las ventanas de una de ellas, delicadamente talladas y adornadas con geranios. Su propietaria, Lidia Nicolaevna, viste una fina rebeca y un pañuelo en la cabeza. Las manos revelan su avanzada edad de manera más fiel que su tierna sonrisa y sus modernas gafas de sol. Nos cuenta sobre la vida en el pueblo, su viudedad, el entierro de algunos de sus hijos... y cómo lloraba el día que murió Stalin.
El tren tiene prevista su salida a las once de la noche. El característico olor a ferodo de los frenos se mezcla con la excitación de los momentos previos a emprender un gran viaje. En su libro The Big Red Train Ride, Eric Newby escribió: “El Transiberiano es el gran viaje en tren. Todo lo demás es miseria”. En la puerta de acceso nos espera Irina, responsable del vagón de primera clase, para hacer el control de billetes y pasaporte. El uniforme gris y la gorra le dan un aire marcial, rígido. Con el paso de las estaciones se irá relajando y sabremos que nació en el Uzbekistán de la Unión Soviética, que lleva doce años trabajando en el trayecto de Vladivostok a Novosibirsk en turnos de diez días seguidos, cinco en cada sentido, y que le encanta el paisaje. Esboza media sonrisa y nos da paso al tren. La cabina es sencilla, apenas un par de camastros y una mesa plegable, dos perchas, dos luces auxiliares, dos repisas para lo que se pueda necesitar más a mano, una cortina castigada por el sol y un altillo para el equipaje. Las paredes están revestidas de metacrilato imitación al mármol, con franjas acolchadas para reposar cabeza y espalda. Moqueta roja jaspeada en el suelo y una calefacción que hace amago de ponerse en marcha. Varias tomas de corriente y un kit con zapatillas, bolsas de té y una pequeña tableta de chocolate completan el decorado. En cada pasillo hay un enorme y anacrónico samovar, una especie de tetera-termo con hornillo interior. Ningún ruso viajaría nunca sin agua caliente para el té que, en muchos casos, se alterna con el vodka independientemente de la hora que sea.
Es tarde cuando el tren se pone en marcha. Unos ahumados de pescado, salmón con patatas y una pieza de fruta en el vagón restaurante y me dejo mecer por el traqueteo del tren. Paso la noche en duermevela, abriendo un ojo en las paradas para tratar de descifrar los neones con caracteres cirílicos de las estaciones. Nos despertamos en un lugar indeterminado, hasta que Google nos demuestra las virtudes y miserias de la geolocalización. Ahora que los móviles se encargan de ponernos en el espacio y tiempo precisos, ya no hace falta mover las manecillas del reloj para cambiar de huso horario, hasta siete en el trayecto completo del Transiberiano. Nos encontramos en un lugar de Siberia a medio camino entre el lago Baikal y Krasnoyarsk y las noticias nos informan de que un granjero siberiano es el nuevo campeón mundial de bofetadas.
Empieza a amanecer y la bruma desdibuja el sol tiñendo de amarillo un paisaje que, enmarcado en la ventana, recuerda a un cuadro impresionista. La belleza del momento contrasta con la dificultad de la vida en estas tierras donde el cultivo de verduras es un prodigio y la subsistencia de cualquier animal (más allá de los omnipresentes cuervos), una proeza. Es la taiga infinita, con sus abetos y abedules,
NINGÚN RUSO VIAJARÍA SIN AGUA CALIENTE PARA EL TÉ QUE SE ALTERNA CON EL VODKA INDEPENDIENTEMENTE DE LA HORA QUE SEA
con sus dachas (casas de campo) y aserraderos. Chéjov decía que la fuerza de la taiga no estriba ni en sus árboles ni en su silencio, sino en que solo las aves migratorias saben dónde termina.
A la hora del desayuno no faltan el té ni los blinis, los crepes rusos, pero declino varias invitaciones a beber vodka. Pasear por los otros vagones es un viaje dentro del viaje: madres estoicas que no saben qué inventar para entretener a sus hijos durante tantas horas, timbas inacabadas, resacas, olor a fideos instantáneos y empleadas del tren que maquillan sus bajos sueldos vendiendo artículos a los que sacan comisión, como las empanadas rellenas que ofrece Valentina. Anastasia, de apenas 20 años, es la más joven. Entrar en la compañía ha sido un sueño cumplido, dice, incluso se ha enamorado a bordo. Pese a las temperaturas extremas le encantan los paisajes de Siberia en invierno, con las coníferas cubiertas de nieve.
Los altavoces anuncian la proximidad de Novosibirsk, la estación más grande del Transiberiano y una ciudad de museos únicos. Los hay dedicados al Sol, a la felicidad, a la cultura funeraria o a la artesanía con madera de abedul, aunque dada la naturaleza del viaje preferimos visitar el Museo Ferroviario de Siberia y el de la URSS. En Novosibirsk todavía podemos ver manzanas enteras de edificios jruschovki, el mecano de viviendas unifamiliares que Nikita Jrushchov ordenó levantar en la década de los sesenta. Tenían una fecha de caducidad de veinticinco años pero siguen en pie. Entre esos bloques de cinco plantas, que reflejan el cansancio y la mala calidad de los materiales, aparece una casa de madera de principios de la Revolución, el Museo de la URSS. Su director y único empleado hace de guía y explica toda la memorabilia allí expuesta. “Los presos hacían esta clase de trabajos para estar entretenidos y hacer algo útil por la sociedad”, dice ante nuestra perplejidad.
En el Museo del Ferrocarril guardan una amplia colección de locomotoras y trenes que han circulado por los raíles del Transiberiano, incluido un vagón hospital en el que se realizaban operaciones y amputaciones durante la guerra. Al paciente le daban medio vaso de vodka como única anestesia, una tabla de madera para que la sujetara entre los dientes y le decían que tenía que ser un comunista valiente porque Stalin le estaba mirando. Un retrato suyo vigila desde la pared.
En la cercana Akademgorodok, la Ciudad Académica, hoy abierta a visitas, llegó a emplear a más de 60.000 científicos cuando hasta aquí llegaban productos como vino y plátanos, exclusivos de unos pocos privilegiados de Moscú y San Petersburgo. Tras la caída de la Unión Soviética, los cerebros con suerte consiguieron trabajo en empresas tecnológicas occidentales; otros acabaron en los bosques alimentándose de setas. Hoy es un importante centro de investigación de ciencia, biología, geodesia o física nuclear, entre otras materias. Una estatua rinde homenaje al sufrido ratón de laboratorio.
El trayecto continúa en un vagón de segunda clase pero, como el tren es más nuevo que el anterior, parece más confortable. El Transiberiano fue una obra de ingeniería demográfica a gran escala, la manera más eficaz de rusificar Siberia y, de paso, explotar sus ricas fuentes de recursos. Cuentan, sin ningún fundamento, que Nicolás I trazó una línea recta con una regla, entre Moscú y Vladivostok, para mostrar por dónde debía pasar el tren. Lo que sí es cierto es que durante la
EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA LÍNEA FÉRREA HUBO IMPROVISACIÓN, CASI NINGÚN ESTUDIO DEL TERRENO Y LO QUE PUDO SALIR MAL, SALIÓ PEOR
construcción hubo mucha improvisación, casi ningún estudio del terreno y que todo lo que pudo salir mal, salió peor. Entre la mano de obra: pastores que se negaban a abandonar su ganado, agricultores que volvían a casa cuando tocaba cosechar –justo en los meses de deshielo, los óptimos para construir– y presos de los que poco te podías fiar. El primer trazado ferroviario tenía una única vía, muchas curvas, era lento –un hombre corría más rápido– y peligroso: cuando la cosa se ponía cuesta abajo los maquinistas se apostaban en la plataforma exterior por si tenían que saltar y los empleados solían detenerse en las estaciones para preguntar por la familia y tomar el té. A Dios le encomendaron la seguridad en los puentes, en cuya entrada había un pequeño altar dedicado a un santo ante el que los trenes aminoraban la marcha para que los pasajeros pudieran rezar una plegaria exprés y echar alguna moneda en el cestillo. Las vías del Transiberiano han visto de todo: zares que viajaban con dos vacas frisonas para que sus hijas tomaran leche recién ordeñada, trenes Agitprop que llevaban su mensaje de propaganda por el país en vagones dotados con biblioteca y cine en el que proyectaban películas de temas agrícolas... Estos convoyes estaban pintados con motivos revolucionarios, en un estilo tan futurista que los campesinos no tenían claro si los buenos eran los rojos o los blancos. Trotski cogió cariño al tren, haciendo treinta y seis viajes, 105.669 kilómetros como dejó minuciosamente anotado. También se cuenta que circuló un tren fantasma, nunca reconocido, en el que pudo viajar la nomenklatura (la élite digirente) a todo lujo. En los vagones, convenientemente perfumados, no faltaban caviar selecto, bombones, frutas y flores.
La última parada del viaje es Ekaterimburgo, la ciudad donde asesinaron al último zar de Rusia, Nicolás II, y a su familia, Anastasia incluida. En el lugar del crimen levantaron una catedral, la de la Sangre Derramada, y a pocos kilómetros de la ciudad, en Ganina Yama, un complejo de monasterios donde encontraron los restos del zar y su familia. Nos acercamos al Centro Yeltsin para conocer su papel en la política rusa y, especialmente, en la Perestroika. Salgo con la sensación de haberme acercado a un político de altura –poco que ver con la figura un tanto bufonesca que recordaba–, y con una de las frases de Viktor Chernomyrdin, ministro de Yeltsin, subrayada en el cuaderno de viaje: “Lo hemos intentado hacer lo mejor posible pero nos ha salido como siempre”.