LOS CAMINOS DE DELIBES
Cien años del nacimiento del vallisoletano.
Querida amiga: desde hace cinco años, que por tres veces fui operado de cáncer, he conservado la vida pero en una fase de semi inutilidad e impotencia: No puedo viajar, no escribo, no cazo… En fin he dejado de ser yo”. La destinataria de esta carta firmada en enero de 2003 por Miguel Delibes (1920-2010) era una estudiante de la Universidad Complutense de Madrid que solicitaba una breve entrevista con el autor de El camino. Su petición fue afectuosamente rechazada por el vallisoletano que, en la última etapa de su vida, aseguraba, no volvió a ser el que era, ni a concentrarse igual que antes y, más que de no poder coger la pluma, se dolía de “no poder usar la escopeta contra las perdices rojas”. Expresiones como esta podrían ser incomprendidas en esta era post millennial. La obra del castellano-leonés ha perdurado, pero, a diez años de su muerte y cien después de su nacimiento, su figura humana y literaria merece una nueva mirada lejos de valoraciones superficiales. Una de sus hijas, Elisa, proponía recientemente que se evitaran iniciativas ya “muy vistas” para conmemorar estos dos aniversarios y sugería, por ejemplo, un ciclo con las películas favoritas de su padre. Parece ser que François Truffaut y Federico Fellini se encontraban entre sus directores de referencia. Sería esta otra forma de aproximarse al célebre narrador, que
destacó desde su primera novela, La sombra del ciprés es alargada (1947), con la que ganó el premio Nadal. Por ensalzar la vida en el campo se le acusó alguna vez al también premio Cervantes de reaccionario. Hoy podría pensarse, en cambio, que sus ideales rozaban los de un antisistema, ya que su prosa se elevaba contra ese supuesto progreso que aplasta al hombre y sus valores. Delibes se lamentaba de que hubiéramos matado la cultura campesina para no sustituirla por nada que valiera la pena y lloraba la pérdida del conocimiento de los jóvenes respecto al uso de las plantas y el respeto a los animales.
Quienes se puedan escandalizar por su afición a la caza –de animales pequeños, pues ya confesó a su biógrafo, Javier Goñi, que no era capaz de disparar a un jabalí o un ciervo– , probablemente tengan también dificultades para entender que Delibes fuera un ferviente ecologista, defensor de la armonía entre el hombre y la naturaleza, que ya nos previno del cambio climático antes de que todos hablásemos de ello. “La Tierra está herida de gravedad”, dijo en 2007. “Creo que aún está en nuestras manos salvarla, pero ¿nos vamos a poner de acuerdo para hacerlo? Estamos tan bien instalados en la abundancia que no es fácil convencer al vecino de que se sacrifique seriamente para impedir el calentamiento del planeta. El momento es crucial para que el hombre nos dé la medida
de su sensibilidad”. La suya hacia esa España vacía tan mentada hoy en día le convirtió en un autor popular y muy leído, cuyos títulos han resistido sobradamente el paso del tiempo. No fue hombre de consignas ni de partidos –para hacerse idea de algunas de sus opiniones políticas vale la pena revisar El disputado voto del señor Cayo, que tuvo además una interesante adaptación al cine–, aunque son conocidos sus rifirrafes con Fraga. Los ataques de este a la libertad de expresión hicieron que dimitiese de su puesto de director de El Norte de Castilla, donde habían crecido bajo su influencia grandes periodistas como Francisco Umbral, César Alonso de los Ríos y Manu Leguineche. El castellano pudo dirigir El País y no quiso, tampoco se arrepintió. Hombre de intuiciones más que de ideas, prefirió volcarse en una obra de marcada voluntad ética, concepto frecuentemente rechazado por el tribunal de la modernidad. El estudioso Ramón Buckley lo calificó de novelista inactual –en comparación con “behavioristas” como Sánchez Ferlosio–, ya que se ocupaba del hombre como individuo, como ser único, irrepetible y singular. La España profunda adquirió bajo su perspectiva ciertas dosis de melancolía (dicen que era pesimista por naturaleza), pero también de mucha ternura y amor por el paisanaje y los colores de las postales castellanas, ásperas solo en apariencia, invitando al lector a recorrerlas
con ojos nuevos. También tenía abiertas convicciones religiosas, que han podido ser erróneamente vinculadas a cierto conservadurismo, y un sutil sentido del humor que persiste en la construcción de sus personajes. Los que le sirvieron para retratar la infancia son particularmente eternos: el Quico que “se repasa” en El príncipe destronado, el Mochuelo que no quiere marchar a la ciudad “a progresar” en El camino. “Una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir” fue lo que inmortalizó en esta última, más allá de los parajes en vías de abandono, o en Los santos inocentes, que también conoció una célebre adaptación al cine (que, según dicen, a él le resultó un poco tremendista). Su impecable léxico fue muy rico a la vez que sencillo y accesible, y su espíritu, siendo ya octogenario, se mantuvo lo bastante joven como para no negarse a una evolución. El que fue miembro de la Real Academia Española desde 1975 hasta su muerte, ocupando la silla “e”, no creía que el lenguaje estuviera sufriendo un empobrecimiento progresivo. “Cambia, simplemente cambia”, comentó en una de sus últimas entrevistas televisivas, mientras bromeaba, eso sí, sobre el abundante uso de los neologismos.“Volver a Miguel Delibes es no dejar de aprender a mirar”, ha dicho hace poco José Sacristán, que con 82 años se ha querido despedir de las tablas protagonizando la adaptación teatral de Señora de
rojo sobre fondo gris, el homenaje literario de Delibes a su esposa, Ángeles de Castro. La lectura dramatizada de El Hereje dirigida por José Luis Cuerda en el Calderón se ha visto, por desgracia, frustrada debido al fallecimiento del cineasta, pero durante todo 2020 tendremos ocasión, a través de otros homenajes (teatrales, jornadas, reediciones, conciertos... además de una gran exposición en la Biblioteca Nacional de España), de redescubrir su mirada, también viajera: toca rescatar Europa, parada y fonda (1963), Por esos mundos (1966), USA y yo (1966) y La primavera de Praga (1968), entre otros. Sus crónicas sobre su primer viaje a América, a donde fue en 1955 invitado por el Círculo de Periodistas de Santiago de Chile, se publicaron en El Norte de Castilla bajo el título Del otro lado del charco y también como ensayo en Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno), en 1956. Su novela Diario de un emigrante (1958), continuación de Diario de un cazador, también nació de aquellas experiencias. “Me gustaría que pensaran que no fui una mala persona, con eso me conformaría”, dijo acerca de su deseo para pasar a la posteridad. “En cuanto a la literatura, que llegué donde pude pero que fui bastante lejos. Aunque no estoy ni mucho menos seguro de haberlo conseguido”. Recorrer sus mismos caminos una vez más será todo un viaje.