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AL SUR DE GRANADA

“EL LUGAR TENÍA ALGO QUE ME RESULTABA ATRACTIVO. ERA UNA ALDEA POBRE, ELEVADA SOBRE EL MAR, CON UN PANORAMA INMENSO A SU FRENTE”.

- Texto y fotos Miguel Carrizo

La belleza sencilla de Las Alpujarras.

el lugar tenía algo que me resultaba atractivo. Era una aldea pobre, elevada sobre el mar, con un panorama inmenso a su frente. Sus casas grises en forma cúbica, con un mellado estilo Le Corbusier, en rápido descenso por la ladera de la colina y pegadas una a otra, con sus techos de greda planos y sus pequeñas chimeneas humeantes, sugerían algo construido por insectos”. Así describió Gerald Brenan el pueblo en el que se instaló el 13 de enero de 1920, Yegen, y que convirtió en su hogar durante veinticinc­o años. Lo hizo en Al sur de Granada, uno de sus libros más populares y el que reveló al mundo el singular territorio que, a más de mil metros de altitud, mira de cerca al Mediterrán­eo desde la ladera sur de Sierra Nevada.

Las Alpujarras granadinas son un lugar mágico en el que resulta difícil, por no decir imposible, escapar a la fascinació­n la primera vez que las recorres. Todo comienza cuando abandonas la autopista y vas acercándot­e a Órgiva, primer pueblo de la zona conocida como La Taha y que agrupa a otros pueblos más pequeños. Desde Órgiva se puede ver ya parte de la carretera que va trepando por una ladera salpicada de pueblos blancos que se confunden con una mancha más de la nieve que corona la imponente Sierra Nevada. Y, de repente, ¡pam!, nos topamos con la cumbre más alta de la península ibérica, el Mulhacén, 3.479 metros sobre el nivel del mar.

Hay un algo nepalí cuando cruzas el puente y comienzas a ascender por la carretera. El río Guadalfeo arrastra el color verdoso y blanco del deshielo y, si cierras por un momento los ojos, puedes imaginar el puente colgante de madera que sirvió a los habitantes de la zona hace años. Sorteando el desnivel en un intenso zigzag de curvas, poco a poco vamos dejando Órgiva a nuestros pies y es entonces cuando podemos observar bien su belleza, con las dos torres de la iglesia de Nuestra Señora de la Expectació­n elevándose sobre el pueblo extendido en la llanura junto al río.

La aldea de Pampaneira, en el conjunto histórico del Barranco de Porqueira, es uno de los pueblos mas coloridos, tan cimbreante como su nombre, e incluso su recibimien­to es un simpático cartel que reza, literal, “Viajero, quédate a vivir con nosotros”. Ganas nos quedan. Una retahíla de jarapas, alfombras y telas colgadas, casi como banderas de oración, nos dan también la bienvenida. Si no para quedarse a vivir, eso allá cada cual, Pampaneira sí merece al menos una caminata para perderse por sus callejuela­s blancas, llenas de pasadizos, y bajo los “tinaos”, hasta donde trepa varios metros por todas las casas el tronco desnudo de las parras. Cuando mires hacia arriba en busca de la hojarasca verás también las peculiares chimeneas, faros diminutos sobre los tejados planos.

El agua corre por las calles en pequeños canales, los telares funcionan con la maestría de gente que lleva años transmitié­ndose la tradición, el esparto se trenza en cestos y esteras y las manos anudan nudos de lana en alfombras que tuvieron y tienen la fama de lo bien hecho. De lo auténtico. Una bella rutina ancestral que se repite en cada pequeño pueblo... y en cada uno con su propia magia. Nos referimos a Bubión, Capileira, Capilerill­a, Mecina, Pitres, Atalbéitar, Busquístar, Ferreirola... todos con sus fuentes y más fuentes y un sistema de canales y acequias que perdura desde los árabes. Que pasa por cada cortijo y que, junto a la energía del sol, convierte la comarca en

un paraíso de viñas, olivos, castaños milenarios, delicados álamos de tronco blanquísim­o, y que hacen que cada estación sea de una belleza increíble. A medida que asciendes por la carretera la sorpresa se torna mayúscula cuando, de repente, aparece el mar azul de la llamada Costa Tropical, a solo una hora de distancia y, en línea de aire, a muy pocos kilómetros.

Paseando por las callejas de Atalbéitar nos topamos con un tendedero de caquis secándose al fresco y al sol. Una técnica japonesa que alguien trajo aquí y, desde entonces, la practican muchos vecinos. El resultado es un manjar de sabor dulce, como de fruta escarchada, que, cortado en tiras, se sirve con queso. Y no, lo de aprender costumbres japonesas no es algo tan raro en esta esquina de la península. En realidad, todos los pueblos aquí presumen de la diversidad de gente de distintas nacionalid­ades que siempre pulula por sus calles. La gran mayoría llegó a las Alpujarras para mezclarse con sus habitantes hace más de treinta años. Hippies, artistas, músicos y artesanos que huyeron de la creciente llegada de turistas a la Ibiza de finales de los setenta y encontraro­n aquí un nuevo paraíso para vivir la vida a un ritmo diferente. Esta es precisamen­te otra sensación que percibes al momento: la rutina alpujarreñ­a pasa dulce y tranquila.

Quien no produce vino elabora aceite, almendras, cerezas, tomates, miel o los jamones de Trevelez, de merecida fama. También han florecido en los últimos tiempos las casa rurales de alquiler, restaurant­es y pequeños bares, las actividade­s deportivas y de aventura y el senderismo. En todo este ir y venir se cruzan pintores, diseñadore­s de telas, ceramistas, luthiers... incluso hay un estudio de grabación al que acuden conocidos músicos. Y es que la música manda aquí, con experienci­as tan alucinante­s como la de asistir a un concierto de música clásica en una explanada al aire libre, contemplan­do las montañas y con la resonancia del barranco ejerciendo de enorme amplificad­or.

“Vamos a acercarnos a la plaza de Atalbeitar, que es día de mercado”. Cuando un lugareño te diga esto, ni lo dudes, déjate llevar y no creerás la escena que tienes ante tus ojos: un sinfín de niños rubios y morenos, de diferentes razas y nacionalid­ades, hablan a gritos un popurrí de inglés y español. Unos van vestidos de caballeros y princesas, otros de hadas. Juegan y venden pulseras y collares. Mientras, un señor ofrece zumos de naranja de la recolecta de la mañana y una niña sentada en una silla vende limones mientras cuida con cariño su cesta. En Casa Paprika, el bar y club social que regenta Nancy, se puede comer un plato del día o beber lo que te plazca. “¿Cuánto es?”. “La voluntad, cariño, esto es una asociación”.

Todo esto sucede en un lugar que ha sabido conservar su autenticid­ad, en el que no hay edificios con forma de cubos ni tejados que no sean planos, nada que distorsion­e la armonía y la historia. El sabio arquitecto Donal Gray, alpujarreñ­o de adopción hasta el fin de sus días, fue sin duda fundamenta­l en la conservaci­ón del entorno, del paisaje y la singularid­ad de las Alpujarras... y de toda Andalucía.

Podríamos dar muchas otras razones para visitar las Alpujarras, pero quizá la más importante sea que descubrirá­s un lugar que te transporta de inmediato a una forma de vivir casi olvidada. Que te lleva a la vida, a la sencilla y auténtica vida.

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 ??  ?? Izda., alfombras de lana artesanal en las calles de Pampaneira. En la pág. siguiente, de izda. a dcha., Cortijo La Viñuela, en Pitres; escalera decorativa en una casa; la cocina de Nancy en Casa Paprika, Atalbéitar. En la doble pág anterior, pared encalada con azulejo típico y paisaje alpujarreñ­o.
Izda., alfombras de lana artesanal en las calles de Pampaneira. En la pág. siguiente, de izda. a dcha., Cortijo La Viñuela, en Pitres; escalera decorativa en una casa; la cocina de Nancy en Casa Paprika, Atalbéitar. En la doble pág anterior, pared encalada con azulejo típico y paisaje alpujarreñ­o.
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 ??  ?? Izda., al sol en Cortijo La Viñuela. En la pág. siguiente, de izda. a dcha., estantería con guitarra y libros en Atalbéitar; mimosas en los valles alpujarreñ­os; chimeneas en los tejados de Pampaneira. En la doble pág anterior, siguiendo las agujas del reloj, puchero al fuego en Capileira; vendedor de zumos naturales en la plaza de Atalbéitar; detalle de flores en una casa de Trevelez; las típicas cestas de esparto hechas a mano; niña vendiendo limones en Atalbéitar.
Izda., al sol en Cortijo La Viñuela. En la pág. siguiente, de izda. a dcha., estantería con guitarra y libros en Atalbéitar; mimosas en los valles alpujarreñ­os; chimeneas en los tejados de Pampaneira. En la doble pág anterior, siguiendo las agujas del reloj, puchero al fuego en Capileira; vendedor de zumos naturales en la plaza de Atalbéitar; detalle de flores en una casa de Trevelez; las típicas cestas de esparto hechas a mano; niña vendiendo limones en Atalbéitar.
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