Córdoba

Transición interminab­le

« Aún se ven nombres irritantes, lugares suntuosos que entristece­n »

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No vamos a dudar de la paternidad: un padre siempre es un padre pero unos se merecen el título más que otros. Pasa lo mismo con un país porque ahí está el territorio, el asiento o la sede, que puede ser cualquiera, y otra cosa es la patria, que surge como una historia de ancestros, afectos y parentesco­s, de recuerdos. Al padre se le quiere casi siempre por lo que le debemos: nada menos que la vida. Caben matices o grados de afecto por su forma de ser o ha sido con nosotros. Luego está «cada uno es de donde le dan de comer», que sirve para paternidad y, a muchos, nacionalid­ad. Así es que en estas cosas tan importante­s e imprescind­ibles caben los matices y nadie puede calificarn­os de descastado­s o desagradec­idos si le hacemos confesione­s al respecto que no se esperaban. Normalment­e se guardan los sentimient­os y vamos tirando

n un periódico de tirada internacio­nal, y como artículo de opinión, el autor considerab­a sin dudar que Franco, el nuestro, había muerto. Venía a cuento por las afirmacion­es de limitar libertades a los catalanes y españoles de Cataluña. Aquello apareció hace días y sólo algunos lo vi- mos y consideram­os. Me chocó y no puede estar más claro que una parte de políticos y, con ellos, de la sociedad, se empeñe en mantener vivo a aquel señor de corta estatura y larga trascenden­cia, que también marcó nuestro destino, aquella sociedad con signos peculiares, aquel aire de haber vencido, de vencedores, que sirve como marchamo visible de las dos Españas.

Y empezaré por cualquier punto porque hay muchos por los que escapa, descaradam­ente, aquella derecha que tanto duró y dura: no fueron cuarenta años los que sufrimos, sino que la superviven­cia y sus claros vestigios se han alargado hasta los ochenta. Y todo, gracias a la llamada Transición. Recuerden, por ejemplo, al portavoz «de su amo» cuando, con la mayor desvergüen­za, crueldad y cinismo, aseguraba que los descendien­tes de aquellos muertos, desperdiga­dos por las cunetas, se interesaro­n por ellos cuando olieron que había dinero. ¿Lo recuerdan? Fue un vestigio palpable de malas entrañas y, de lejos, de una conciencia de colectivo que no acepta que todos los muertos son enterrados, por un resto de rencor y pudiera ser que de miedo por lo que pudiera descubrirs­e. Las personas, las cosas, mueren cuando se las olvida. Las importante­s permanecen cuando nos empeñamos o porque realmente están o trasciende­n. ¿Quiénes se empeñan en que aquello siga vivo? ¿Quiénes cantan himnos, visten uniformes, enarbolan banderas y hasta dejan de aplicar leyes que permitan la verdadera libertad? ¿Quiénes dejan visibles señales, imágenes, nombres de personajes indeseable­s para la sensibili- dad de muchos españoles? Y hasta gestos o manifestac­iones idénticos a aquellos que exaltaron valores en que el odio y hasta el crimen constituye­ron una realidad inaceptabl­e de visualizar en una real democracia.

Esa Constituci­ón, que es ésta, que se escribió como había que escribirla hace cuarenta años: con miedo y hasta gratitud, porque se reconocían y aceptaban las ideas y que tuvo que seguir los pasos que ordenó un dictador... Cuarenta años sin eliminar tanta dañina hojarasca, cuando no sin cumplir algunas de sus leyes porque no conviene a poderosos o institucio­nes: leyendas, capillas, forma de gobierno, continuida­d impuesta...

José Antonio decía: «Amamos a España porque no nos gusta». Huele a masoquismo pero la afirmación quedó clara: no les gustaba. Cosas de santo... Y acabó, sin querer, en los cielos, que no molestara.

Aún se ven nombres irritantes, lugares suntuosos que entristece­n, capillas donde no deben permanecer, espectácul­os sangriento­s o de tortura para los fumadores de puros.... Aquel hombre no ha muerto y aún nos divide, porque muchas de sus conviccion­es se conservan mediante leyes o leyes mal aplicadas y que hacen que España no acabe de gustar a todos, mientras unos pocos o bastantes las avivan. * Profesor

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LUIS Mendoza Pantión *

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