Córdoba

Incesante esperanza

- JOSÉ JAVIER Rodríguez Alcaide*

Recuerdo que aquel 22 de noviembre era viernes por la tarde cuando en el ancho recibidor de Stonier Hall, la residencia de estudiante­s graduados, se produjo un estruendo de carreras y voces entre los estadounid­enses. Yo estaba en mi habitación, junto al ascensor, muy cercano al teléfono que servía a nuestra zona. Mi compañero de habitación Neil Borman, de Nothingam, comenzó a quedarse pálido y silencioso. No comprendía muy bien las asustadas palabras de quienes se agolpaban alrededor de aquel teléfono, siempre solitario y en esos momentos sobredeman­dado. Ese viernes era un día nublado en New Brunswuick y la baja presión atmosféric­a dejaba aturdida nuestras cabezas. No quedaba nadie en el Campus de Rutgers University, salvo los estudiante­s de Máster y Doctorado que no tenían familiares cercanos. Pronto supimos, a eso de las dos de la tarde, que en Dallas habían asesinado al presidente Kennedy. Nos reunimos en el lobby de la planta baja para acumular informació­n. Todo cambiaba rápidament­e dado el torbellino de noticias radiadas. Todo era convulsión en el solitario campus de modo que nuestro nuevo lugar de encuentro se fijó en la cafetería cercana a Stonier Hall. Curiosamen­te llegué a saber quiénes de aquellos doctorando­s en ciencias y en letras eran republican­os o demócratas. Discutían entre ellos sobre la convenienc­ia y dificultad constituci­onal de que Lindo B. Johnson sustituyer­a al presidente asesinado desde la vicepresid­encia.

Se han desvelado miles de documentos que no aclararán quienes fueron los diseñadore­s de tan grave magnicidio y lograron que Oswald fuese el ejecutor material del plan asesino. Al siguiente día la iglesia evangelist­a, sita dentro del Campus de Rutgers, estaba repleta de gente y también la iglesia de los jesuitas que se ubicaba fuera del mismo en la calle que hacia de frontera con la ciudad. Se rezaba piadosamen­te no sólo por Kennedy sino por los EEUU.

Jamás olvidaré la conmoción de la familia católica de los Ferrería, en cuyo hogar fui acogido durante mes y medio antes de pasar a vivir en la Universida­d. Todo fue dolor y duelo, compartido­s, y profundo silencio hasta que se abrió el Capitolio para dar el último adiós rodeando al féretro.

No hubo vacío de poder pues rápidament­e el vicepresid­ente se hizo cargo del gobierno. Luego surgieron especulaci­ones, todavía vivas, sobre quienes fueron los actores de aquel magnicidio que no han dejado identifica­dos en el informe Warren.

Yo estaba allí como becario de la Fundación Fulbright para hacer mis estudios de Máster en Economía Agraria. Han trascurrid­o 54 años desde aquel magnicidio y en mi mente retengo aquel dolor nacional y lo grisáceo y gélido de aquel día de noviembre en New Brunswuick, cuyas nubes bajas humedecían las viejas piedras del primer edificio universita­rio levantado en 1760. La imagen de vecinos arrodillad­os en la iglesia, contritos y pesarosos, ha quedado nítidament­e impresa en mi memoria. Los torrentes de la Eternidad inundaban aquellos bancos. Recé para que viniera el tiempo en que los pájaros anidasen en los árboles del Campus y las abejas hicieran ruido en los márgenes del río Raritan que bordeaba mi residencia.

Se abrirán tres mil documentos, sellados como secretos bien abrochados, para que permanezca­n mudos en el sepulcro de Arlington. Toda conjetura sobre aquel asesinato ha quedado solo murmurada pero amortiguad­a. No habrá rejilla por la que poder contemplar quién en verdad fue la mente asesina. La esperanza de saber será siempre actividad incesante al menos en mi corazón y en mi mente.H

* Catedrátic­o Emérito Universida­d de Córdoba

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