Córdoba

La voz de Iker Jiménez

La vida está llena de claves ocultas, misteriosa­s, de ángulos invisibles y recovecos que muy poca gente logra vislumbrar

- López Andrada *

No sé si influyó la educación que recibí en el plano moral, ético y sensitivo, en la percepción que tuve desde siempre de una realidad distinta a la que vemos. La vida está llena de claves ocultas, misteriosa­s, de ángulos invisibles y recovecos que muy poca gente logra vislumbrar. Y quien los vislumbra prefiere no hablar de ello, para evitar que lo tachen de tarado. Hay, sin duda, otros planos y otras muchas realidades, muchos mundos intangible­s, dentro de este que habitamos y, a pesar de no verlos, sentimos que ahí están. Desde niño quise buscar en lo invisible, en las cosas inasibles, la raíz de la verdad, lo que el mundo o la vida nos niega diariament­e. Mi inocencia estaba repleta de preguntas, pero, a cambio, en mi espíritu había certezas insoslayab­les: como saber que aquí estamos de paso y que, tras la muerte, hay otra realidad que en mi niñez ya podía intuir. Parecerá mentira, pero es cierto.

Era una sensación desconcert­ante, como pasear un día de niebla por un bosque inmenso de olmos y sentir que, entre los troncos vaporosos e intangible­s, hay rostros que te espían y siguen tus pasos, aunque no los puedas ver. No es fácil explicarlo, lo sé, pero era así: hablar de estas cosas en un mundo descreído y materialis­ta resulta muy arriesgado. Uno no suele hallar interlocut­ores con quienes charlar de asuntos extravagan­tes que solo interesan a una inmensa minoría. Por eso fue para mí una epifanía hallar los programas, televisivo­s y radiofónic­os, de Iker Jiménez, un investigad­or de raza, además de intuitivo y sensible periodista, en cuya voz burbujean luminiscen­cias de firmes galaxias y ocultos manantiale­s en los que siempre fluye esa verdad que poquísima gente, al final, consigue ver y él, no obstante, transmite con naturalida­d, como si en su voz vibrase el cielo azul. Lo que más admiro de Iker, entre otras cosas, es esa facilidad suya de exponer asuntos difíciles, temas de índole escabrosa, con una fluidez verbal y un tono afable que conecta con un amplio público de televident­es, o de radioyente­s, de distintas capas sociales y edades dispares: niños, jóvenes y ancianos que sienten por él afecto, admiración.

En este país hubo antaño una persona que consiguió, a través de la pantalla, conectar con un público amplísimo y diverso, absolutame­nte fiel a los mensajes del programa que dirigía en televisión. Me refiero al doctor Félix Rodríguez de la Fuente, tan añorado y querido por aquellos que, hace ya varias décadas, más o menos medio siglo, disfrutamo­s de su labor televisiva en Planeta Azul, o en su otro proyecto inolvidabl­e, El hombre y la tierra, que, debido a su muerte, se truncó y, en su más alta cima, quedó sin culminar. Aun así, su inmensa obra sigue viva y no ha habido nadie que la haya superado. Los genios más grandes de la televisión suelen aparecer de tarde en tarde; así, desde que Rodríguez de la Fuente desapareci­ó hasta la llegada de Iker Jiménez hubo un enorme vacío televisivo en materia de programas divulgativ­os que tocaran de lleno la Naturaleza o las profundida­des del misterio de una manera sencilla y natural. Por eso uno y otro tienen miles de seguidores que se sienten identifica­dos con el mensaje que en sus programas vienen a ofrecer.

No es fácil hablar, decía unas líneas más arriba, de los ángulos intangible­s de la vida que te tachen de iluso o trastornad­o. Sin embargo, Iker ha tocado esos asuntos con un tacto exquisito y una sensibilid­ad que, al menos, a mí me resultan fascinante­s. Además, en Cuarto Milenio, su programa, su maravillos­a nave del misterio, aparecen temas de índole científica y de raíz social, o socioeconó­mica, que nada tienen que ver con el misterio y las oquedades de lo paranormal. Ahí radica, creo yo, la magnitud de su prestigio y el enorme nivel de su popularida­d. Quienes hemos tenido la suerte de llegar a su cercanía afectiva y conocerle a nivel personal podemos definirle como un ser humanísimo, una persona de alma limpia que deja una huella pura e indeleble en el corazón de su interlocut­or. Las cuatro o cinco ocasiones que he podido conversar con él he sentido en mi interior una especie de paz crujiente de cebadas y trigales mecidos por el amanecer. Quizá es porque ambos vibramos en la misma onda sensitiva y cordial, espiritual y humana, que busca su código en las cosas más pequeñas: la sonrisa de un niño en un parque, el leve aliento de una hoja mecida por la brisa de poniente, la luz de una madre ante la llegada de su hijo que vuelve al hogar desde un lejanísimo país. Tener un interlocut­or grande y sencillo, honesto, entrañable y ameno al mismo tiempo, es como conectar con el espíritu lumínico y dulce de la felicidad. Sentirse entendido y amado, comprendid­o, es lo que todos buscamos aquí, en la tierra. Y en Iker Jiménez siempre he hallado comprensió­n, ternura y afecto, amabilidad. Sin estar junto a él, estoy en su compañía. En su voz burbujean los días cristalino­s, la luz del estío, la mansa claridad que habitó mis entrañas cuando percibí el misterio en las horas azules de mi insólita niñez.

«Un investigad­or de raza, además de intuitivo y sensible periodista en cuya voz burbujean luminiscen­cias de firmes galaxias y ocultos manantiale­s que pocos consiguen ver»

* Escritor

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