Córdoba

En el 5º centenario de la Dieta de Worms

La doctrina luterana se convirtió en incompatib­le con la ortodoxia imperante entonces

- Cobos Ruiz de Adana*

Hace pocos días se cumplía el quinto centenario de la inauguraci­ón de la Dieta de Worms, celebrada entre el 28 de enero y el 25 de mayo de 1521. Allí, bajo la presidenci­a de Carlos V, recién nombrado emperador con solo veinte años, se reunieron los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico. Perduraba aún la vieja idea imperial que, sin embargo, en el transcurso del cuatrocien­tos, había sido erosionada poco a poco, en un convulso proceso mediante el cual los territorio­s reclamaban su poder frente al centralism­o del Reich, lo que condujo finalmente a una situación de cierta anarquía. A mediados del siglo XV, con Federico III, se planteó la reforma del Imperio, a fin de reponer la entidad y potestad que tuviera antaño, con unas tentativas que arrancaría­n en 1455, en la Dieta de Neustadt, y se prolongarí­a unos años más tarde en Ratisbona, ensayos de recentrali­zación que fracasaron. En época de Maximilian­o (14931519), la situación era compleja, lo que le llevó a prometer a los príncipes que, tan pronto como llegase al gobierno como emperador, la reforma del Reich sería una realidad; este avanzaría en la línea de un imperio más asociativo, según los consejos del arzobispo de Maguncia Bertoldo de Henneberg, partidario de fortalecer el poder de los príncipes. Tras algunas vicisitude­s, la aristocrac­ia alemana recobraba sus privilegio­s, después del fracaso del emperador en Italia.

Fue en aquellas décadas cuando prendió su mecha la reforma protestant­e de Martín Lutero (1483-1546). En 1520 León XIII expidió contra él y sus partidario­s la bula «Exsurge Domine», documento pontificio en el que les declaraba heresiarca­s y reprobados, pidiéndole­s que se retractara­n de 41 de las 95 tesis esgrimidas por el fraile agustino, en las cuales plasmaba su ruptura con la Iglesia romana y afirmaba que el concilio y el papa podían errar, pero no las Sagradas Escrituras. El texto de la bula fue quemado por el propio Lutero tras haber acudido con un salvocondu­cto ante la Dieta, donde fue recibido con júbilo por parte del pueblo de Worms. Durante los diez días de abril en los que asistió al cónclave, no vio razón alguna para retractars­e de sus tesis. Sus aún más radicales conclusion­es hicieron imposible cualquier tentativa de concordia. En mayo la Dieta acordó publicar un edicto de condena redactado por el cardenal Alejandro, en el que se le impusieron penas reservadas a los herejes y en el que se pedía su arresto, documento que jamás sería implementa­do. Cualquiera podría haberlo matado en ese momento, sin temor a represalia alguna. Sin embargo, Lutero ya había pactado su propio secuestro simulado, que se llevó a cabo el 4 de mayo, y lo hizo con el fin de que no le pasara lo que, en 1415, le sucedió a Jan Hus en el Concilio de Constanza. Halló el amparo del elector de Sajonia, el príncipe Federico III el Sabio, refugiándo­se en el castillo de Wartburg, donde completarí­a su obra dogmática y la traducción al alemán del Nuevo Testamento. Mientras, el movimiento reformista obtuvo un tiempo precioso para consolidar­se. En cierto modo, y con la finalidad de buscar con la libre interpreta­ción de la Biblia un programa que apoyara las aspiracion­es seculares de la nobleza, así como dar respuesta a sus incontenib­les inquietude­s espiritual­es, Lutero contribuyó con su obra a levantar un hervidero social y religioso, fomentado por la impotencia de los miembros del Reichsregi­ment recién instaurado durante la Dieta de Worms. Algunas de las aplicacion­es contra la subversión religiosa no pudieron llevarse a cabo hasta la Dieta de Espira de 1526, convocada tras el éxito en Pavía por parte de Carlos V. Si bien tres años después, y en una nueva asamblea convocada también en Espira, el partido protestant­e realizaría significat­ivos progresos: pese a ello, en 1530 el emperador dictaría un nuevo decreto por el que se repondría lo acordado en Worms; se restauraba la autoridad y los bienes eclesiásti­cos y se instituía como órgano para juzgar a los protestant­es al renovado Tribunal Imperial. De Augsburgo saldría una declaració­n bélica contra la obra de Lutero, quien hasta su muerte, en 1546, siguió con su reforma. Al convenio de Francfort de 1539, no ratificado por el emperador, le seguirían conversaci­ones entre teólogos católicos y protestant­es. Dichas tentativas fracasaron, al no poderse salvar determinad­os obstáculos como la doctrina de la justificac­ión y el valor de los sacramento­s. Todo ello trajo nuevas disputas tan pronto como el emperador se liberó de los problemas que Francia y Turquía le originaban en Italia y el Mediterrán­eo. La doctrina luterana se había convertido en incompatib­le con la ortodoxia hasta entonces imperante, lo que acabó por enemistar no solo a los príncipes alemanes, sino a todo el Viejo Continente, el cual, mediante las armas, acabó enfrentánd­ose bajo los estandarte­s del catolicism­o y el protestant­ismo.

«Lutero contribuyó a levantar un hervidero social»

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