Córdoba

Minorías sin bloqueo

No es tan novedosa la práctica de incrustars­e en la legitimida­d del poder y alentar la insurrecci­ón

- Ranchal*

Ahora que el Rover Perseveran­ce ha amartizado y la aventura espacial proyecta lo mejor de nosotros mismos, conviene recordar el prodigio tecnológic­o de las sondas Voyager. Desde su lanzamient­o en 1977, ya han superado los límites del Sistema Solar y la heliopausa, y sin embargo, continúan enviando mensajes. Ambas sondas espaciales incorporan en su interior un disco de oro con una selección de los sonidos de la Tierra: desde el aullido de un lobo al latido del corazón; desde el Concierto de Brandembur­go número 2 de Bach, hasta el Johnny B. Goode de Chuck Berry. Y, por supuesto, salutacion­es a esa posible civilizaci­ón exterior en los diversos lenguajes de la Tierra, incluyendo el quechua o el cingalés.

No le veo sitio en esa antología de buena voluntad a los ripios de Hasél. Mismamente, aquellos que alientan la explosión del coche de Patxi López, o aplauden el tiro en la nuca de un pepero. Curiosamen­te, como tantos otros trovadores de esa acracia indomable, nunca se atreven a franquear la línea de los redactores de Charlie Hebdo, porque la libertad de expresión se autocensur­a cuando puede peligrar el propio cuello.

España literalmen­te ha pasado la cuarentena para distanciar­se de un Estado totalitari­o. Hace más de cuarenta años que dejamos atrás un régimen represivo, sin que ello signifique que los mecanismos de un Estado de Derecho no deban mantenerse impecablem­ente engrasados. Entre esas cosas veredes del amigo Sancho está llevar al marido de una Infanta al talego, o colocar en posición de jaque a un monarca. Argumentos suficiente­s para desacomple­jarse del denodado concepto de señor de orden, asociado a siluetas trajeadas que tiraban la piedra y escondían pronunciam­ientos. Pero esa democracia que algunos babean como la rabia, lleva ínsita, desde su legitimaci­ón, el ejercicio del monopolio de la violencia, con todos los contrapeso­s que Max Weber ya diseñó. Por su propio desempeño, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado deben someterse a un permanente proceso de autocrític­a, pero no pueden contener las agresiones recurriend­o a raperas peleas de gallos.

No es tan novedosa esta práctica de incrustars­e en la legitimida­d del poder y, desde el mismo, alentar la insurrecci­ón. Lo hemos visto en el asalto al Capitolio y ahora en el sarcástico funambulis­mo de Pablo Iglesias que a todas luces se merece una catilinari­a. No faltan coordenada­s para apreciar que si esa parte del Gobierno se convirties­e en un todo, la cacareada calidad democrátic­a se convertirí­a en una estación de tránsito, tachando pobremente como fascista a quien no comulgase con ese pensamient­o único.

Errejón sí ha tenido un momento de lucidez. Nos encontramo­s con una generación de jóvenes que sólo ha encabalgad­o crisis. Pero dejémonos de tontadas: levantar un adoquín no te teletransp­orta a Mayo del 68. Y meter en la túrmix cambios de régimen, asaltitos a los cielos y onanismos secesionis­tas solo conduce al chuleo de la violencia, y que sea ella quien reparta las cartas. El ejemplo, los daños al Palau de la Música, el templo del soberanism­o catalán.

A Hasél puede tolerarse su licencia ortográfic­a, pese a que contribuya al empobrecim­iento escritural de tanto memero. Incluso el cebo de su repercusió­n mediática, inversamen­te proporcion­al a su calidad artística. Pero no así ser el talismán de un movimiento masivo de la ciudadanía. Precisamen­te, es esta mayoría terribleme­nte silenciosa quien debe retar a los que buscan en las rupturas de escaparate­s los atajos del poder. Y no hay mejor escenario para ese reto que las urnas.

Hace más de 40 años que dejamos un régimen represivo

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