Córdoba

Quimeras

Comparado con el paso al frente de Izpisua, Miguel Servet sería indultado por los calvinista­s

- Ranchal Sánchez *

El dúo formado por Tomás Bretón y Ricardo de la Vega sigue estando muy presente, pese a que ya no habitan entre nosotros. De su partitura y su escritura nació ‘La verbena de la Paloma’; y de la zarzuela por antonomasi­a se extrae el brocardo que aún hoy manifiesta nuestro posicionam­iento con la comunidad científica: «Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad». Tal es así que la investigac­ión siempre nos lleva con la lengua fuera y más en un país con querencias a vivir de espaldas a la Ciencia. La RAE, mismamente, no contempla entre las acepciones del término «Quimera» la variante biológica, que sería aquella que describe a un organismo con tejidos genéticame­nte diferentes. No es baladí esa denominaci­ón, pues se remonta a la mixtura de su carácter mitológico.

En la cosmografí­a griega, la Quimera era un terrible ser con cabeza de león, vientre de cabra y cola de león. Los escribas del Olimpo eran muy dados a la Monstruo-fusión --como también es el caso del Grifo-aplicando para las pesadillas la técnica del espigueo. En una adulteraci­ón freudiana, el repelús a este combo muestra un recelo atávico a la diversidad, lo que podría revertirlo el Gobierno Frankenste­in utilizándo­lo como mascota. Aún así, y ya lo he dicho en otras ocasiones, mi Quimera favorita es el Gran Congón, animal mitológico nacido de la febril mente de Woody Allen, que tiene cabeza de león y cuerpo de león, pero de otro león distinto, asomando el inquietant­e surrealism­o de la normalidad.

La Quimera biológica es la insolencia llevada la laboratori­o. Ya conocemos la noticia: un grupo científico liderado por el español Juan Carlos Izpisua ha generado 132 embriones con células de humano y mono. Y de ellos, tres lograron desarrolla­rse por 19 días fuera del útero. O, lo que es lo mismo, la sempiterna carrera del espermatoz­oide o la aventura del Apolo XI llevada al terreno de la biogenétic­a. China es ajena a la tauromaqui­a, pero propicia a los maletillas que muletean a la bioética. Una cultura que se deleita con la carne de perro, o incluye en las 1080 recetas de su Simone Ortega un churruscad­ito de pangolín no le debe hacer ascos a materializ­ar al hombre mono. Sería el desquite de los velludos, después de esa dictadura de la depilación, paso previo para eludir el horror vacui con toda esa sarta de cuerpos tatuados.

Comparado con el paso al frente de Izpisua, Miguel Servet sería indultado por los calvinista­s como Barrabás. Curiosear la circulació­n de la sangre se queda pequeño frente a estos amagos de montarle carreteras secundaria­s al darwinismo, sustituyen­do los peajes de la evolución de las especies por micropipet­as. Es cierto que para puristas, negacionis­tas, terraplani­stas y toda esa cohorte atarugada, los pasos adelante de la Ciencia encierran movimiento­s conspirano­icos. Pero prescindir de un componente deontológi­co no solo nos inocularía la arrogancia de los semidioses sino que marcaría un desalentad­or regreso a los orígenes. Ya surgen sorpresivo­s monolitos en lugares recónditos y el homenaje a Kubrick se cerraría lanzando como primates las azagayas. Por no acudir al reservorio de nuevas castas, el dispensari­o de primos ya no tan lejanos en los que experiment­aríamos un pasito más hacia nuestra inmortalid­ad. Estamos muy cerca de materializ­ar la hibris o insolencia de la antigua Grecia, el mayor pecado de los mortales por desafiar a los dioses. La hibris es la esencia del conocimien­to, la que te lleva a generar híbridos, pero no quimeras. Las quimeras, mejor se las dejamos a Woody Allen.

«La Quimera biológica la insolencia llevada la laboratori­o»

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