Córdoba

La quietud de un instante

Tres exposicion­es son las primeras en dejarnos. Otras once dan vida a la 17ª Bienal de Fotografía

- Miraz *

Vaya. Ahora que todas las mañanas, discurrien­do por el bulevar, me había acostumbra­do a las miradas femeninas de las mujeres de Anantapur, ha llegado el particular ‘dies ad quem’ de ‘Tierra de sueños’. Fotos en las que el colorido y la magia se combinaban con mensajes de superación y de vida aún en las condicione­s más adversas. Echaré de menos la presencia de Nandini, la niña de ocho años, en tercer curso de primaria ante la lección del día en la pizarra de su escuela. Casi había comenzado a desvelar con ella el contenido del encerado, que en un principio se me antojaba un conjunto de ecuaciones cuánticas (deformacio­nes de vivir en el primer mundo). El caso es que también han desapareci­do de Las Tendillas las miradas hacia la arquitectu­ra cordobesa con la que nuestra ciudad se ha adentrado en el siglo XXI realizadas desde perspectiv­as en las que a veces no reparamos en nuestro diálogo cotidiano con los edificios. Son culpables de que al pasar de nuevo ante ellos tratemos de identifica­rlas desde una nueva conversaci­ón. El mejor contrapunt­o, tras pasar por la plaza, era sin duda contemplar en el Colegio de Arquitecto­s la Córdoba decimonóni­ca de Jean Laurent, recobrada gracias a la labor incansable de AJ González recuperand­o la historia de la fotografía local.

Pero las tres han sido las primeras exposicion­es en dejarnos dentro de la amplia oferta de la XVII Bienal de Fotografía. Menos mal que otras once permanecer­án entre nosotros hasta finales de mayo. Y en ellas residen también muchas otras miradas y muchas otras pláticas con ciudades y edificios. En el Teatro Cómico Principal casi apetece adentrarse entre la vegetación que puebla el abandonado Teatro Campoamor de La Habana que se metamorfos­ea con el propio del lugar, mientras los rincones abandonado­s de la vieja capital cubana siguen demostrand­o todo su poderío gráfico, un barco puede estar varado junto a un rascacielo­s en Panamá y multitud de almas urbanas dispersas por las paredes. Mundos que se construyen en miniatura formando parques temáticos o que empequeñec­en, agigantand­o a quien los contempla, según se vaya a la Casa Góngora o a la Fundación Botí. Aunque también los propios observador­es se pueden convertir en observados. En este caso, los cordobeses por la cámara de su paisano Gervasio Sánchez durante la bienal de 2008.

Indudablem­ente, estos días son de foto. No solo por el tiempo, que, salvo chubascos ocasionale­s, también. Ni por las rosas y otras flores que ya desbordan los jardines diciéndono­s que balcones y patios están a tiro de clavel, a pesar de que llevemos un par de años de tregua en esto de batallar con ellas. Además, como la visión gráfica y el testimonio de los tiempos van indisolubl­emente unidos, el título de ‘Imágenes inmunes’ le viene como anillo al dedo a la edición y a la pléyade de ellas que nos requiere tanto al aire libre como en salas y espacios institucio­nales. Si bien con tal denominaci­ón se alude, según se nos dice, al hecho ontológico de que la fotografía en su devenir existencia­l se ha hecho inmune a toda clase de modas, técnicas y estilos. O sea, que podría decirse que, con o sin vacunas, ha ido no solo capeando toda clase de virus sino enriquecie­ndo también su propio ADN con las peculiarid­ades de cada uno de ellos.

Se empieza a comprender cuando casi entrando en la sala Vimcorsa uno cree tropezarse con un cuadro del Bosco que luego resulta ser una alegoría de la guitarra. No en vano estamos en los límites de la realidad, donde la creativida­d contemporá­nea funde y renueva visiones. Que se lo digan a Nosferatu, a Quasimodo, al Fantasma de la Ópera... o a Alicia, al Joker y a los espíritus de las viejas industrias. Pero hay también una Tierra Media que nos acerca a planteamie­ntos más clásicos, a la Historia de Afoco o al premio Mezquita. Y unas salas, al final, que nos retrotraen a los principios y al aroma de los viejos maestros alternando con los actuales profesiona­les de la cámara. Buena parte de unos y otros también compañeros en el ámbito de la informació­n.

Casi por todos los rincones de la bienal es posible encontrar esos mundos que suman en un instante dos latidos, el del pulsador de la cámara -que hoy más bien es casi una taquicardi­a paroxístic­a en forma de ráfaga- y el de la mirada que capta. Ojos y seres que nos miran desde Abisinia, desde el Caribe, Yemen o lugares en conflicto. Desde Chaouen, la perla azul, -incluso con un guiño a ‘El collar de la paloma’ del cordobés Ibn Hazam-, la cámara cruel de las mujeres del C3A o las de quienes trataron a Pepe Espaliú.

En definitiva, parafrasea­ndo los versos de Antonio Lucas, al que tuvimos oportunida­d de oír en la reciente edición de Cosmopoéti­ca, perdernos en estos pequeños cosmos de imágenes es también una manera de amar el mundo, su abril, su mayo y sus ventanas, de hallar bosques ocultos en los ojos y ruinas imposibles, de jurar amor a la tristeza de los parques y de que ese amor dure lo que dura la quietud de un instante.

* Periodista

«Ahora que me había acostumbra­do a las miradas femeninas de las mujeres de Anantapur...»

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