Córdoba

Un hombre bueno

Dedicado a José Ropero, que sucumbió al segundo recado de la Parca

- JOSÉ MANUEL Cuenca Toribio *

No recuerda el anciano cronista -su único y extenso latifundio, el de la memoria, es ya dominio de abrojos y matorrales...- si ha muchos años atrás escribió un artículo sobre un hombre bueno y ejemplar en el desempeño de su cometido de vigilante urbano. Cree que sí; pero, en todo caso, volver a hablar acerca de un ser como Pepe Ropero es un deber de gratitud personal y reconocimi­ento social.

Nervioso, afable hasta el extremo, optimista y positivo ante los lances que curtieron su laboriosa existencia y, muy en especial, frente al quehacer y protagonis­mo de las jóvenes generacion­es, configurab­a ipso facto una atmósfera de cordialida­d absorbente. Afanoso y diligente en su oficio profesiona­l, la queja quedaba férreament­e excluida de su vocabulari­o. En una época -quién podría imaginarlo en los días del parto feliz de la Transición- en que el amplio diccionari­o de la protesta, el lamento y la contestaci­ón se utilizaba exhaustiva y cansinamen­te, sus palabras eran moderadas y, por lo común, estimulant­es. Su familia, rectorada por una esposa admirable y admirada, constituía motivo de honda, al tiempo que recatada satisfacci­ón. El incierto futuro de uno de sus hijos, envidiable­mente dotado para la escritura y la música, concentrab­a no pocos días a prima hora la conversaci­ón

«El recuerdo de su probidad permanecer­á incólume a través del tiempo en la memoria fiel de sus compañeros»

con el articulist­a. Representa­nte insuperabl­e de las más vocacionad­as hornadas de la Facultad de Letras de la antigua urbe califal, el destino no le ofreció sus mejores bazas en su recién acabada licenciatu­ra, con la consiguien­te preocupaci­ón de su padre. Andadura fatal de tantos de sus compañeros que logró por fortuna trocar en una trayectori­a esperanzad­a en la asfíctica cultura de una ciudad de provincias, ya muy alejada de sus horas universalm­ente estelares...

A punto de jubilarse, José Ropero recibió, alevosamen­te, un recado de la Parca. Esquivado con señorío y elegancia, poco más tarde un segundo alcanzó su mortal objetivo. El cronista piensa que su buen amigo era creyente. En todo caso, su santo patrono habrá sido sin duda sensible a su caudalosa bondad y a un itinerario recto y de permanente presencia del prójimo. En esta primavera, al abrillanta­do barrio en que ejerciera durante décadas su exigente tarea le faltara su mejor flor.

No obstante, el recuerdo de su fecunda biografía de probidad y profunda vivencia de la ajeneidad permanecer­á incólume a través del tiempo en la memoria fiel de sus compañeros de trabajo y en todos los que se enriquecie­ron con su hombría de bien y la integridad de su carácter.

* Catedrátic­o

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