Berberechos
La campaña socialista en las elecciones de Madrid ha tenido una querencia aristocrática
No es la primera vez que la restauración ha podido jugarle malas pasadas a la clase política. Marie-jean-antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, fue uno de los grandes impulsores del pensamiento liberal. Político montado en el tigre de la Revolución Francesa, sobrevivió a la primera ola del Terror. Sin embargo, fue engullido por esa espiral de violencia. Tratando de huir de su escondite parisino, quiso reponer fuerzas en una posada. La posadera le preguntó qué quería cenar, contestándole el marqués una tortilla. Ínfulas revolucionarias sentiría la dependienta, preguntándole de cuántos huevos la quería, Monsieur. Condorcet respondió espontáneamente que de una docena, delatando su condición aristocrática: si el huevo era un alimento privativo en esos tiempos de hambruna, imaginad lo que suponía una tortilla de doce huevos. La posadera lo delató, y ese fue el principio del fin del marqués.
La campaña socialista en las elecciones de Madrid ha tenido una querencia aristocrática, con un irritado epígono de nuestra vicepresidenta. Resulta arriesgado confrontar una dicotomía en la que, a un lado se quiera subrayar la laboriosa ejemplaridad del Gobierno, y al otro la insensatez estigmatizada en las cañas y los berberechos. Se activa con ello un perverso mecanismo en la que, por un lado, se fomenta el laissez faire de la ciudadanía, descomprimiendo las medidas coactivas del estado de alarma; y por otro se le recrimina su comportamiento inporque cívico, como un padre que le espeta a sus hijos que sean unos malcriados.
Ha resultado un craso error estratégico convertir a los bares en las barricadas del populismo. A estas alturas, negacionistas aparte, se ha demostrado que los aerosoles son el principal vector de transmisión del coronavirus. Ello convierte a la hostelería en uno de los sectores más perjudicados hasta la fecha los humanos no comemos ni bebemos por ósmosis.
El berberecho se ha colado como la simbología de bares enmoquetados con servilletas y cáscaras de langostinos; el low cost de los calores y los chachachás de las barras, y la esencia madrileña de tapas de conserva siesas y castizas. Todo un antídoto contra la mercadotecnia política y la comida de diseño y un regalado refugio para que Ayuso alimente su carisma.
Las imágenes vividas este fin de semana, con el reverso tenebroso del minutero de Cenicienta, han sido deplorables. Convertir las doce de la noche en un frívolo cuento de hadas ha desplegado en las calles un tristísimo episodio de hedonismo y egolatría, actitudes totalmente inadmisibles por la memoria de los que se han ido en la pandemia y contra las que la combaten desde los centros de salud y los hospitales.
Esta pueril e irresponsable expresión de desahogo apela a la vindicación de un Estado fuerte, pero nada de tufillos fascistoides, sino de convicciones democráticas y pedagógicas. El poder tiene que basarse en la ingratitud de la responsabilidad, y no solo en la tiranía demoscópica. Un Estado de Derecho no achica su legitimidad sabiendo la imposibilidad de convocar referéndums sobre la exención universal de los impuestos o para doblar los días de vacaciones. Ni puede acomplejarse por extender limitaciones de derechos cuando es la vida de muchos compatriotas la que aún está en juego. Ante tanta indefinición táctica; ante tanta fiesta de chichinabo, prefiero la seriedad. Y dejemos tranquilos a los berberechos, que bastante tienen con soportarnos.
«Ha sido un craso error convertir los bares en las barricadas del populismo»
H*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor