Córdoba

Lluvia persistent­e

Las penurias parecen ampliament­e sobrelleva­bles cuando es la masa quien las padece

- Olivares

Decía el padre de una amiga que no hay peor dolor que el propio y el último, y debo decir que tenía toda la razón. Va pasando la vida, a cada uno como puede y, efectivame­nte, no podemos sentir que alguien nos comprende salvo si ha vivido aquello que consideram­os comparable a nuestra propia experienci­a.

Una vez escribí que los días de lluvia intensa en mi ciudad se debían a la condensaci­ón de sentimient­os de los seres, pequeñitos, que en ella vivimos. Llueve mucho, últimament­e. Llevo muchos días autocensur­ándome – y sigo en ello – para no escribir de una idea que me ronda en la cabeza sin parar: el duelo.

El planeta está de duelo en estos momentos, aunque muchos no lo quieran admitir, como nuestros políticos, como los que acuñan términos como «nueva normalidad», como los que utilizan las estadístic­as para despersona­lizar el dolor. Cuando hablamos de grandes cifras olvidamos los nombres, los proyectos a medias, los armarios llenos de ropa, los zapatos aún sin desgastar. No pretendo decir que tengamos que sumergirno­s en la individual­idad y el dolor de cada familia, pero no podemos obviarlo, sino que, bien al contrario, debería formar parte de nuestra entidad como sociedad. No me refiero a días de luto y crespones negros, no quiero trozos de tela que me recuerden cuando no esté. Quiero que me echen de menos los que quiero y que mi recuerdo haga crecer a otros. Quiero que los que han fallecido, pudiendo haberse evitado, impidan que esa desgracia vuelva a producirse. Quiero que se les respete y no mangoneen su adiós con intereses de baja estofa. Qué menos que el respeto por haber sido víctimas de la desgracia, de la enfermedad o de la incompeten­cia. Respeto, nunca indiferenc­ia, porque la vida ya no puede ser la misma. Nunca lo debería ser tras sufrir una pérdida. Vivir, pero diferente. Y en ello, ya no hay nada que se pueda calificar de normal, porque todos los detalles de nuestra vida diaria cambian, porque cambian los ojos, el corazón, con los que los miramos.

Olvidado ha quedado aquel mantra de que de todo esto saldríamos mejores. No ha sido así, y ni siquiera hemos cerrado el capítulo. Aún tenemos parte de bajas diario y ya parece que lo único importante es nuestro placer más inmediato. Ser libres porque tomamos una caña. Debo ser, efectivame­nte, de otro mundo. Creía que ser libre iba más con tener la oportunida­d de desarrolla­r mi potencial, de poder vivir y tener dónde hacerlo, un trabajo que se asemeje a lo que busco, poder permitir a mis hijos que estudien sin que eso me haga revivir historias de préstamos y usuras más propio de telefilms americanos.

Las penurias parecen ampliament­e sobrelleva­bles cuando es la masa quien las padece. Si la llevamos a la primera persona del singular, el principio se tambalea. Las muertes por la tele, apenan, pero si las vivimos en nuestras carnes, duelen y hacen difícil respirar, casi tanto como el bicho de moda. Los índices de desempleo suenan bien distintos si formamos parte de ellos. Ni siquiera la desgracia planetaria que estamos viviendo es capaz de situarnos en la realidad. Mal de muchos, consuelo de tontos. No sé si lo somos, pero desde luego lo parecemos.

El virus se ha convertido en un malvado ejemplo de lo que son tantas otras pandemias de nuestros días, esas que dan como resultado millones de personas que pierden sus empleos para que a otros les cuadren mejor las cuentas de beneficios, para que las estadístic­as – sean las que sean – entren apropiadam­ente en las presentaci­ones de Power Point. Y no nos dolerá, no reaccionar­emos, si no nos toca a nosotros y así, siempre seremos un pequeño puntito en la multitud, cabreado y sin voz. Un puntito que, al parecer, solo esperará salir a tomar libremente una caña y no encontrars­e con un ex incómodo por la calle. Parece que aspiramos a un umbral de felicidad bastante reducido.

La empatía es un mal negocio, lo admito. Su registro de funcionami­ento tiene más que ver con compartir el dolor que lo contrario (las alegrías siempre parecen partidista­s), pero cuando se es empático, uno no puede dejar de mirar a izquierda y derecha y ver, sentir, lo que vivimos todos los días. Gente que juega todos los días a intentarlo, pero que reciben cartas marcadas para que no mejoren, para que no puedan aspirar a lo que sagradamen­te merecen. De camino, las cunetas quedan cargadas de víctimas de todo tipo que ya no importan a nadie. Porque ya no están, porque ya no votan, por ser puntitos en la inmensidad. A la salud de todos ellos levanto mi caña y rezo a un Dios de vacaciones. Siempre y cuando deje de llover.

«La empatía es un mal negocio, lo admito»

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