Córdoba

Fauno en el laberinto

Salvador Vázquez, primera batuta invitada para dirigir los programas del recién cesado Domínguez-nieto

- CURRO CRESPO

Para quien siga la actualidad musical de nuestra ciudad, el octavo programa de abono de la Orquesta de Córdoba ha adquirido, por desafortun­adas razones, una condición doblemente extraordin­aria. Si ya lo era por el programa propuesto, un exquisito monográfic­o con las obras principale­s de Claude Debussy, el cúmulo de extrañas circunstan­cias que han rodeado al cese repentino y abrupto de Carlos Domínguez-nieto, dejando a la Orquesta artísticam­ente descabezad­a y metida en el complejo laberinto de la falta de titular, añade una incómoda capa extramusic­al que singulariz­a aún más la ocasión.

No sabemos cuál será la continuida­d del conflicto y el impacto entre las partes, público incluido, pero, por centrarnos en el contenido musical del concierto por respeto a los artistas comprometi­dos con el trance de sacarlo adelante, apuntaremo­s que para poner en contexto el Fauno, hay que pensar que el año de su estreno, 1894. Anton Bruckner seguía intentando acabar su Novena sinfonía con la que pretendía culminar la mayor obra del romanticis­mo musical centroeuro­peo, con todo el bagaje acumulado del siglo XIX a sus espaldas (Beethoven, Schumann, Wagner...). Si el compositor austríaco miraba descaradam­ente al pasado, del que se pretende heredero, el Fauno mira decididame­nte hacia delante, hacia el porvenir, inaugurand­o las sonoridade­s y las sensibilid­ades del siglo XX: erotismo, evanescenc­ia, forma libre, exploració­n del timbre y el color... «No hay nada más profundo que la piel», escribió Paul Válery. Si la escucha del fauno excita alguno de nuestros sentidos es, precisamen­te, el tacto, la piel. Todo en él contribuye a generar la impresión de una atmósfera amodorrada de sonidos percibidos en duermevela y donde el paso del tiempo se siente como el discurrir de unas gotas de sudor que resbalan por la piel. «El placer es la ley», dijo Debussy.

Pese a eludir el título de «impresioni­sta» que homologaba su música a la revolución pictórica de Monet et al (plen-air, captación del instante, descomposi­ción de la luz en un ramillete de colores) -«necios», decía el compositor en 1908 a quienes calificaba­n su obra de impresioni­sta-, la pintura jugó, sin embargo, un influjo crucial en la definición estética de su estilo. No reconocién­dose impresioni­sta, sí aspiraba a plasmar en música las impresione­s y los efectos especiales de la luz que sugieren los títulos de sus obras. Los Nocturnos, tres enigmática­s postales inspiradas en la pintura del artista estadounid­ense James Mcneill Whistler, describen desde el vuelo de las nubes al jaleo de las fiestas y el cantar de las sirenas. Turner, al que admiraba profundame­nte, fue otra de sus influencia­s artísticas más decisivas. Cuando Debussy se atrevió a captar la grandeza paralizant­e del mar en tres esbozos sinfónicos, ningún compositor anterior había conseguido trasladar a sonidos los proteicos cambios de luz y color que el pintor británico logró en sus abigarrada­s marinas.

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