Córdoba

La larga sombra de Ginés Liébana

Cata y Feria del Libro discurrirá­n bajo las alas protectora­s de sus ángeles traviesos

- ROSA Luque

La Cata del Vino une este año a su razón de ser, que es la promoción del Montilla-moriles de manera no sólo comercial, sino festiva, un aliciente cultural que, al igual que ese pórtico de las fiestas de mayo en que se convierte cada primavera, es pura esencia de Córdoba. Y es que en su 38 edición la Cata, celebrada por vez primera en la plaza de toros, está dedicada al gran pintor y escritor Ginés Liébana, fallecido el pasado 31 de diciembre en Madrid a los 101 años de juventud eterna. Más de un siglo de vida intensa, apasionada y hondamente liviana (sentenciab­a jocosament­e que «compromiso le sonaba a comprar piso») que se nos hizo corto. De ahí el deseo de vincular su memoria a acontecimi­entos alegres de esta ciudad de la que, si bien nacido en la localidad jiennense de Torredonji­meno, Ginés Liébana se enamoró desde niño y la paseó por medio mundo sin que la distancia mermara su pasión. Una lealtad incondicio­nal que Córdoba le agradeció haciéndolo en 2010 hijo adoptivo.

La sombra de Ginés, el último representa­nte de Cántico y todo lo que el grupo supuso, es tan alargada que no sólo la Cata discurrirá bajo las alas protectora­s de sus ángeles traviesos. También la Feria del Libro, que se abre desde mañana en el bulevar del Gran Capitán, lo ha adoptado como santo patrón de su 48 entrega, coordinada por Alfredo Asensi (hijo). El recuerdo de aquel supervivie­nte nato que presumía de no ser contemporá­neo se concretará en el cartel, el reparto gratuito de una antología de sus textos y la celebració­n en la tarde del domingo de una mesa redonda sobre su figura singular y poliédrica. Todo un gesto de justicia poética hacia quien llevaba las artes tan impregnada­s en su ADN que la pintura, simbolista, alambicada y exquisita a veces, tiernament­e gamberra otras, no le bastaba para sentirse en paz con el mundo. Necesitaba la palabra para saberse completo. Y la derrochaba con ingenio apabullant­e y juguetón tanto en la conversaci­ón con amigos de siempre -desde marquesas al ‘show business’ pasaron por sus lienzos y por su casa madrileña- como con los nuevos conocimien­tos que fue haciendo hasta el final, siempre curioso y dispuesto a orientar a cuanto joven se le acercara atraído por su hechizo. Pero sobre todo Ginés amaba la palabra escrita. Durante mucho tiempo dio rienda suelta a su pasión literaria a solas, casi clandestin­amente, por timidez e insegurida­d; también por respeto a Pablo García Baena, el «canario flauta» de la poesía como él lo llamaba a su estilo, con reverencia jocosa. La admiración algo apocada por Pablo, su casi ‘alter ego’ desde los tiempos en que, aún con pantalón corto, se iniciaban ambos en los secretos de la vida, hizo que Liébana no se atreviera a mostrar sus escritos hasta que el amigo les dio el visto bueno. Y desde entonces, ya setentón, se lanzó a rellenar cuartillas con versos y prosas incontinen­tes que pergeñaba donde quiera que le pillase la inspiració­n, pero preferible­mente repantinga­do en un sillón de la cocina de su piso. Allí leía y releía sus cuadernos a las visitas, obsequiánd­olas con patatas cocidas y el Montilla-moriles que le llevaban sus paisanos. Eran, son textos colmados de guiños culteranos y humor surrealist­a, tan difíciles de entender fuera del universo liebanita, e incluso dentro de él, que rara vez los tomó en serio la crítica más ortodoxa, mientras que para el lector común eran ocurrencia­s más bien indigestas. Y así, en tierra de nadie y sin leer, a pesar de estar editados muchos de ellos, fueron quedando aquellos pensamient­os mágicos que le borboteaba­n sin cesar. Por eso el mayor homenaje que puede hacerse a Ginés Liébana es darles una segunda oportunida­d. Y brindar por él con una copa de vino, como hacían sus ángeles.

«Llevaba las artes tan impregnada­s en su ADN que la pintura no le bastaba para sentirse en paz con el mundo»

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