Vuelta a la infancia, tiempo de perros y agua
Hemos vuelto a la infancia, a aquel tiempo en que yo quería tener en mi pueblo uno de aquellos perros que andaban sueltos por las calles y en el corral de mi casa había un pozo lleno de agua no potable, que servía para todo menos para beber. Los perros y el agua de la infancia se han vuelto imprescindibles y escasos. Lo dicen los vecinos de mi bloque, en Ciudad Jardín, que cuando vuelven de sus paseos diarios no pueden evitar ese descontento vital que producen las cagadas de los perros secándose en las aceras, como esculturas de artistas ‘snob’. Los perros callejeros de la infancia seguro que también manchaban los adoquines de las calles, pero el atraso de aquellos pueblos de España consideraba ese momentáneo desorden como parte de aquella vida pobre, que no lavaba sus calles ni por la noche.
Los perros y el agua eran parte de la fisonomía de aquellos días, que eran veranos de sol seco, donde las albercas, los ‘manaeros’, los manantiales y los veneros tenían el atractivo especial de invitar a los muchachos a refrescarse por esas siestas sin padres, cuando todos, perros, muchachos, padres y amigos, se tornaban algo salvajes con el sudor de las tardes de estómagos recién comidos. Pero vino algo de progreso y los perros cambiaron su abandono por pisos, primero en la capital y luego también en los pueblos, y conquistaron un espacio en los supermercados donde lo que antes era comida se transformó en gastronomía. Casi lo que está pasando en el norte de la provincia, donde el protagonismo del agua se ha vuelto en contra de los dirigentes que buscan el milagro en sus años de mandato sin darse cuenta de que la historia está compuesta de vacas gordas –La Colada llena de barquillas con gente pescando-- y flacas –los romeros de la Divina Pastora comiendo al sol porque la sombra de las encinas se las llevó el pantano--.
Los perros y el agua son parte de la esencia de los pueblos. Los chuchos eran animales que vivían, casi como los gatos, a su libre albedrío, unos habitantes
necesarios en esa soledad de campos y calles todavía no adscrita a ningún programa político. El agua eran los pozos resguardados por alguna pared que protegía a las lavanderas (no había lavanderos) de los soles y el frío, cuando ir a lavar se convertía en un día de campo, almuerzo incluido. Y las albercas, la libertad en bañador de aquel tiempo en que una vez que aprendías a nadar buscabas conversación con las muchachas de tu edad, que sabías que habían ido a bañarse si te subías a la torre y veías por esos campos perdidos un gorro blanco. Cuando dejamos a los perros callejeros en el pueblo y nos vinimos a la capital el agua era excesiva en los lavabos de los dormitorios, que olían a jabón ‘Heno de Pravia’, y el río Guadalquivir era el mejor paisaje de un tiempo donde las noches se convertían, casi por milagro, en películas de cines de verano que se proyectaban enfrente, por donde está el hotel Hesperia.
Fue cuando percibimos que los caballos de los coches turísticos nos saludaban con el mismo énfasis que los perros callejeros de los pueblos al tiempo que nos mostraban las rodillas de las turistas, lo más parecido a un pecado en aquellos tiempos.
Fue precisamente en esa zona, donde un día estuvo el Paraíso, entre Amador de los Ríos y Cardenal González, bajo las alas de San Rafael, donde nos colocaron para ver pasar las procesiones de Semana Santa, mucho tiempo antes de que el obispo Demetrio fuese ya epíscopo. Y de que la carrera oficial de las procesiones de la Semana Santa la hubieran estrechado tanto entre la Mezquita y la Puerta del Puente que sólo quienes pagaban podían permitirse el lujo de sentarse por unas horas en mitad de la historia. La belleza es evidente que está por aquí. Pero la religiosidad popular necesita espacios para invocar a Dios sin más estrechez que la de los cielos.
Casi lo que está ocurriendo con los bares, que han perdido su esencia y se están convirtiendo en restaurantes con espacio reservado.
Una barra de taberna es la libertad absoluta, que nos la está borrando este tiempo sin agua y sin perros callejeros, cuando la infancia nos enseñó a esculpirnos la vida a imagen y semejanza de lo que creíamos que era. Cuando aprendimos a leer tebeos.
«Los perros y el agua son parte de la esencia de los pueblos. Los chuchos eran habitantes necesarios en esa soledad de campos»