José Antonio ¡presente!
Ya ha transcurrido una semana y todavía resuenan los ecos de lo que, sin duda, es un acontecimiento que forma parte de la historia de nuestro país. Pese al silencio de algún medio de comunicación progubernamental, la noticia se propagó tan rápidamente que, en apenas unas horas, telediarios, radios, periódicos y redes sociales la convirtieron en ‘trendic topic’. En pleno siglo XXI han renacido las dos Españas; partidarios y detractores de su figura continúan enredados en discusiones más propias de tiempos pasados. Para espanto del Gobierno y sus socios, la memoria no ha impedido que José Antonio haya salido de nuevo a hombros de sus correligionarios.
Aun a riesgo de ser proscrito y estigmatizado, debo confesar mi rendida admiración por José Antonio, su legado y el incuestionable lugar que debe ocupar en la historia de España. En estos tiempos que nos contemplan, acaso resulte anacrónico - y temerario - alabar a quien hasta sus más acérrimos enemigos deben reconocer como un hombre carismático, valeroso, portador de una estética que evoca épocas pretéritas, y capaz de entregar su vida por unos ideales. Es cierto que este último paseo en hombros de José Antonio no ha sido el primero ( me atrevo a vaticinar que tampoco será el último ) pero sí debiera servir para ponderar de manera concluyente la trascendencia de un hombre predestinado desde la cuna a alcanzar la gloria. Sus recordadas intervenciones en Madrid, Sevilla o la inicial en Burgos - y muchas otras -fueron agrandado su leyenda. En unos años muy difíciles - hoy afortunadamente superados y casi olvidados -José Antonio recorría casi a diario la geografía española dictando lecciones magistrales frente a una enfervorizada multitud que, rendida a sus pies, lo elevaba al rango de deidad, convirtiéndolo en guardián de la ortodoxia y espejo para los jóvenes. Pese al largo tiempo transcurrido desde sus primeras apariciones públicas, una extraña unanimidad suscita hoy la figura de un José Antonio que -con las consabidas excepciones- provoca admiración y respeto allá donde se pronuncia su nombre.
Mi indisimulada militancia joseantoniana -y la posibilidad de asistir a un suceso histórico- me llevó a organizar el viaje acompañado de mi hijo. Bajo un calor asfixiante, nos apostamos frente a la puerta del templo por la que debía salir José Antonio aupado sobre los hombros de unos jóvenes uniformados que, sorprendentemente, no habían nacido hace veinte años. La muchedumbre se arremolinaba al grito de « José Antonio, José Antonio», mientras que la policía iba acordonando la zona a fin de garantizar la seguridad de los miles de admiradores que brazo en alto -obviamente- sostenían sus móviles para inmortalizar el momento. «Seguro que va vestido de azul» me pareció oír a lo lejos. Todas las emociones contenidas hasta ese momento explotaron de tal modo que, a base de empujones, pude hacerme un hueco en el cortejo con la intención de siquiera rozar a José Antonio. Cuando estaba al alcance de mi mano, un agente me apartó con un tímido empujón que me alejó para siempre de la procesión; a cambio ya sé lo que es correr delante de los «grises», quizá pida una paguita. Caía la tarde cuando, sentado en un bordillo y al borde las lágrimas, fui consciente del privilegio de haber presenciado un episodio de la historia de España que siempre tendré presente. Gracias por tanto, José Antonio... Morante Camacho,