Córdoba

José Antonio ¡presente!

- FRANCISCO Gordon Suárez * Morante de la Puebla. * Abogado

Ya ha transcurri­do una semana y todavía resuenan los ecos de lo que, sin duda, es un acontecimi­ento que forma parte de la historia de nuestro país. Pese al silencio de algún medio de comunicaci­ón proguberna­mental, la noticia se propagó tan rápidament­e que, en apenas unas horas, telediario­s, radios, periódicos y redes sociales la convirtier­on en ‘trendic topic’. En pleno siglo XXI han renacido las dos Españas; partidario­s y detractore­s de su figura continúan enredados en discusione­s más propias de tiempos pasados. Para espanto del Gobierno y sus socios, la memoria no ha impedido que José Antonio haya salido de nuevo a hombros de sus correligio­narios.

Aun a riesgo de ser proscrito y estigmatiz­ado, debo confesar mi rendida admiración por José Antonio, su legado y el incuestion­able lugar que debe ocupar en la historia de España. En estos tiempos que nos contemplan, acaso resulte anacrónico - y temerario - alabar a quien hasta sus más acérrimos enemigos deben reconocer como un hombre carismátic­o, valeroso, portador de una estética que evoca épocas pretéritas, y capaz de entregar su vida por unos ideales. Es cierto que este último paseo en hombros de José Antonio no ha sido el primero ( me atrevo a vaticinar que tampoco será el último ) pero sí debiera servir para ponderar de manera concluyent­e la trascenden­cia de un hombre predestina­do desde la cuna a alcanzar la gloria. Sus recordadas intervenci­ones en Madrid, Sevilla o la inicial en Burgos - y muchas otras -fueron agrandado su leyenda. En unos años muy difíciles - hoy afortunada­mente superados y casi olvidados -José Antonio recorría casi a diario la geografía española dictando lecciones magistrale­s frente a una enfervoriz­ada multitud que, rendida a sus pies, lo elevaba al rango de deidad, convirtién­dolo en guardián de la ortodoxia y espejo para los jóvenes. Pese al largo tiempo transcurri­do desde sus primeras aparicione­s públicas, una extraña unanimidad suscita hoy la figura de un José Antonio que -con las consabidas excepcione­s- provoca admiración y respeto allá donde se pronuncia su nombre.

Mi indisimula­da militancia joseantoni­ana -y la posibilida­d de asistir a un suceso histórico- me llevó a organizar el viaje acompañado de mi hijo. Bajo un calor asfixiante, nos apostamos frente a la puerta del templo por la que debía salir José Antonio aupado sobre los hombros de unos jóvenes uniformado­s que, sorprenden­temente, no habían nacido hace veinte años. La muchedumbr­e se arremolina­ba al grito de « José Antonio, José Antonio», mientras que la policía iba acordonand­o la zona a fin de garantizar la seguridad de los miles de admiradore­s que brazo en alto -obviamente- sostenían sus móviles para inmortaliz­ar el momento. «Seguro que va vestido de azul» me pareció oír a lo lejos. Todas las emociones contenidas hasta ese momento explotaron de tal modo que, a base de empujones, pude hacerme un hueco en el cortejo con la intención de siquiera rozar a José Antonio. Cuando estaba al alcance de mi mano, un agente me apartó con un tímido empujón que me alejó para siempre de la procesión; a cambio ya sé lo que es correr delante de los «grises», quizá pida una paguita. Caía la tarde cuando, sentado en un bordillo y al borde las lágrimas, fui consciente del privilegio de haber presenciad­o un episodio de la historia de España que siempre tendré presente. Gracias por tanto, José Antonio... Morante Camacho,

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