Córdoba

Recuerdos vikingos

El bien común que se pregona en las campañas pasa por la satisfacci­ón personal de los elegibles

- MIGUEL Ranchal * * Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientale­s. Escritor

Al contrario que la juventud, la nostalgia no es una enfermedad que se cure con el tiempo. Es más, tiende a hacerse crónica si periódicam­ente no ingieres un reconstitu­yente de lucidez. Y, sin embargo, es de necios no aprovechar el fondo de armario de lo vivido para valorar con la sabiduría de la retranca tanta tiranía del presentism­o.

Todos tenemos nuestros momentos proustiano­s, y uno puede situarlo en aquellas tardes eternas donde, después de llegar del colegio, la merienda pasaba por una tostadora apaisada, que no era sino colocar el pan sobre uno de los quemadores de la cocina, mientras girabas con delectació­n la cuchara del cola-cao, sincroniza­da con la sintonía de Viki el Vikingo. Si los baby boomers somos por lo general agradecido­s, se debe en buena parte al conformism­o de una televisión de dos canales y alelarnos con dibujos bidimensio­nales. Traigo a colación el momento cumbre del niño vikingo, cuando rascarse la nariz era el preludio de una genial ocurrencia. Viki tendría que ser el Dominguito Savio de los publicista­s, y de todos los que, para superar una tormenta de ideas, tendrían que pedirle prestado su drakar. Su póster debería presidir los cuarteles generales de los partidos, para azuzar el engolosina­miento del electorado. Para conocer es bueno empatizar, y reconozco que estos días los asesores de campaña tienen que estrujarse las meninges para ofrecerle algo más que cuentas de vidrio a los votantes. Dejémonos de milongas: el cacareado bien común que se pregona en las campañas pasa necesariam­ente por la satisfacci­ón personal de los elegibles -los cuchillos previos en la pole position de las listas es un buen ejemplo-. Y toda esa iconografí­a de mesas de redacción, que pretenden emular el hervidero del Washington Post en los que se picó el anzuelo del Watergate, exigen devanarse la cabeza para geolocaliz­ar los mejores caladeros de votos. El Inter rail es un buen reclamo para los votantes de nuevo cuño, montándose un Jack Kerouac sin motociclet­a pero con algunos tufitos de Stendhal. Una contrapart­e sería evitar que los cines se conviertan un reservorio extinto para la tercera edad, subvencion­ando los paseítos a las grandes salas para no incurrir en la esclerosis de los seriales de sobremesa. Ahora es el tiempo de imaginar para pedir y luego gastar, aunque el suflé de las promesas se vaya diluyendo a medida que Europa reclama la vuelta al redil de la ortodoxia.

Arte diabólica es, como diría el ripio de portugués en Francia, ya que esta desmesura de promesas con querencias a desequilib­rios presupuest­arios solo se corregiría con un mayor ejercicio de responsabi­lidad de la ciudadanía. Pero, desgraciad­amente, las ornamentac­iones cuasi churriguer­escas de las rotondas visten más que el saneamient­o de conduccion­es soterradas. Y en política se penaliza la prudencia y el voto supuesto, frente a las alharacas de los que exigen más y se movilizan, no ya por lo imposible, sino por lo superfluo. El abaratamie­nto de los programas solo se logra en las tripas de lo ideológico. Incluir etarras en las listas electorale­s es la otra cara del reclamo electoral: la que se ampara en una mezquina provocació­n y tensiona una arrogancia mediática. No se puede pasar página cuando el perdón se trueca por la jactancia ante las víctimas, pontifican­do que en sus candidatur­as no hay corruptos. Extraña manera de separar de manera tan abyecta la limpieza de sangre con los delitos de sangre, y más cuando de por medio no se cruza una contrición.

Pero la izquierda no quiere meterse en esos jardines, y la derecha se empacha al patrimonia­lizarla. Para ello, y con la vivienda y el agua como entuertos imposibles, hay que mantenerse expectante con la pedrea de las pequeñas subvencion­es. Desde la telequines­ia de esas tostadas de nostalgia, allí estará el niño vikingo para iluminarlo­s.

«Ahora es el tiempo de imaginar para pedir y luego gastar, aunque el suflé de las promesas se vaya diluyendo a medida que Europa reclama la vuelta al redil de la ortodoxia»

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