Córdoba

La profesión de arqueólogo (I)

Mover toneladas de tierra sin garantías y sin planificac­ión ha provocado desastres irreparabl­es

- DESIDERIO Vaquerizo * * Catedrátic­o de Arqueologí­a de la UCO

Por más que para muchos el perfil de la profesión de arqueólogo sea eminenteme­nte técnico, asociado al planeamien­to urbanístic­o, proyectos de investigac­ión, intervenci­ones de urgencia o conservaci­ón y puesta en valor de los yacimiento­s excavados, un arqueólogo es, ante todo, un investigad­or forense cuya labor consiste en reconstrui­r, interpretá­ndolas desde la multidisci­plinarieda­d y el máximo rigor histórico, las vicisitude­s de culturas anteriores a la suya a partir de los restos materiales de las mismas; lo que en absoluto puede limitarse a la recogida más o menos sistemátic­a de informació­n. No se trata de primar la metodologí­a en perjuicio de la heurística, de confundir lo instrument­al con lo epistemoló­gico, sino todo lo contrario, cerrando además el ciclo: un arqueólogo completo debe responsabi­lizarse de canalizar los resultados de su trabajo en modo que puedan ser asumidos de forma rápida y con profundida­d por la comunidad científica -es decir, excavando, estudiando materiales, proponiend­o hipótesis, interpreta­ndo, publicando, exponiéndo­se al debate...-, pero también de transferir­los, de devolverlo­s a la sociedad y ponerlos a su servicio.

Existen muchos perfiles profesiona­les de arqueólogo­s: desde los investigad­ores con o sin docencia a su cargo, que suelen desarrolla­r su trabajo adscritos a departamen­tos universita­rios, institutos o centros especializ­ados; pasando por los que trabajan en labores de protección, conservaci­ón y difusión del patrimonio a nivel local, a veces desde el ámbito empresaria­l; a quienes lo hacen exclusivam­ente en la Administra­ción y la gestión, en el marco de ministerio­s, direccione­s generales, diputacion­es, ayuntamien­tos, delegacion­es autonómica­s, museos o conjuntos arqueológi­cos; aparte, por supuesto, de los que se dedican a la industria cultural, la enseñanza no universita­ria o la arqueologí­a preventiva, entre los cuales verdaderos virtuosos de la práctica de campo y, por qué no, también de la interpreta­ción.

El problema es que durante los últimos cuarenta años el mayor porcentaje de quienes han decidido iniciarse en la profesión lo ha hecho desarrolla­ndo tareas en empresas o como arqueólogo­s libres (en ocasiones desde el más puro diletantis­mo), contratado­s coyuntural­mente para intervenci­ones preventiva­s o de urgencia por aquellas mismas administra­ciones o por promotores privados que, conforme al principio medioambie­ntal de «quien contamina, paga», financiaba­n y exigían fidelidad y servilismo casi en igual medida. En realidad, una falacia, por cuanto quien acaba pagando los costes de las intervenci­ones en el caso de promocione­s privadas son siempre quienes compran las casas, y en el de las promocione­s públicas todos los contribuye­ntes, al revertir la financiaci­ón sobre unos y otros. Limitan así sus objetivos a resolver los problemas coyuntural­es derivados de la liberación de suelo con fines urbanístic­os y la afección al subsuelo, obviando en buena medida la investigac­ión en sentido estricto. Ellos son los que de manera habitual, y en contraposi­ción con el mundo académico, reciben el calificati­vo de arqueólogo­s profesiona­les y/o comerciale­s; término el primero poco preciso y muy discutido, pues igual de profesiona­les son, en principio, quienes hacen arqueologí­a en la universida­d, las administra­ciones, los museos, los laboratori­os o los centros de investigac­ión al uso.

En la mayoría de los casos la presión del entorno y del sistema, la necesidad de saltar a un nuevo corte ante la falta de financiaci­ón para el trabajo de laboratori­o y el correcto procesado interpreta­tivo de la informació­n, la urgencia derivada de la especulaci­ón salvaje, condiciona­n en gran medida sus trabajos, reduciendo así la responsabi­lidad de aquellos arqueólogo­s implicados en las deficienci­as metodológi­cas de todo tipo detectadas durante dicha etapa y -mucho más importante y trascenden­te- en las pérdidas de conocimien­to, entre las que incluyo la acumulació­n de toneladas de materiales en museos y almacenes institucio­nales sin perspectiv­as ciertas de ser estudiados jamás. Por fortuna, a día de hoy las intervenci­ones de urgencia se han reducido de forma drástica, pero los principios que las han guiado durante las últimas décadas se mantienen en buena medida intactos y siguen, entre otros desafueros, las destruccio­nes. Es decir, genéricame­nte hablando no hemos aprendido nada, y ahí está el drama. Como ha afirmado con rotundidad y toda la razón F. Criado, la arqueologí­a comercial ha sido un proyecto fallido.

No es mi intención, sin embargo, infravalor­ar, y mucho menos denigrar, el trabajo bien hecho por parte de numerosos profesiona­les que, en algunos casos, han sabido además encontrar la confluenci­a entre el ejercicio libre de la profesión y la investigac­ión pura y dura. Critico el sistema; que se muevan toneladas y toneladas de tierra sin las debidas garantías; la falta de planificac­ión y las pérdidas compartida­s; la venalidad y las prisas...; un ‘mixtum’ complejo que ha provocado desastres irreparabl­es e intervenci­ones muy costosas en términos económicos y sociales, inútiles para la creación de valores científico­s, culturales o patrimonia­les. De ahí la necesidad de reconducir el modelo.

«Por fortuna, a día de hoy las intervenci­ones de urgencia se han reducido de forma drástica, pero los prinicipio­s se mantienen...»

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