EL NOVIO ESTUPEFACTO.
yoga no hay paraíso. Sin
Estábamos A. y un servidor disfrutando de Bali, de sus playas y sus monos ladrones de gafas de sol, cuando decidimos apuntarnos a una clase de yoga en unos arrozales a la caída del sol, todo muy instagrameable. Esta es una historia de superación, sudor y asanas. Al llegar, el maestro Sumayasa nos contó que el yoga nació en India en el siglo XVII y yo pensé que el profesor se lo podría haber inventado (por Shiva, ¡qué señor más viejo!, le calculé a ojo unos 145 años). Él hablaba muy bajito: «Bienvenidos A. y Galbel». Unos novatos como nosotros estábamos living con el arrozal, los peces y la mala dicción de nuestros nombres. El señor Sumayasa comenzó la clase y al instante estaba apoyado sólo en una pierna, como si fuese un flamenco de Doñana. A. tuvo problemas unos segundos, pero lo consiguió rápidamente.
Yo no. Suma me decía: «Galbel, tú ser como junco», cuando lo más a lo que podía aspirar era a ser un tronco de encina, que soy de pueblo y no me van las extravagancias. Aunque poco a poco iba dominando la técnica, me sentía como un tiranosaurio que intenta tocarse las puntas de los pies con los bracitos. Toda la clase progresaba adecuadamente, pero mientras metía la cabeza por debajo de mi entrepierna, vi a un compañero, que emitía gruñidos y estaba rojo. En esa mirada hubo más complicidad que en un matrimonio que lleva 25 años. Los dos estábamos hermanados por la postura Sodasa, que para nosotros era sudadasa. Total, A. y yo acabamos la clase emocionados haciendo reverencias al Sr. Sumayasa por habernos cambiado la vida y prometimos que en Madrid haríamos todos los días el Saludo al Sol («si son sólo cinco minutitos...»). Dos días duró nuestro compromiso. Y decidimos que nos va mejor al cuerpo y la mente dormir un rato más que practicar yoga. Lo que sí hicimos fue apuntarnos al gimnasio de debajo
de casa. Parecía un restaurante de todas las variedades que tenían: bikram, vinyasa, ashtanga, hatha o
kundalini, que fue lo que yo me pedí, con arroz, claro. A. se inclinó por
ashtanga. Estábamos nerviosos por nuestra primera vez y un día pillé a A. ensayando con vídeos de Youtube. Qué traidora. Al llegar me desanimé porque subí una foto con #yoga y sólo vi a pibones (mujeres y hombres) haciéndolo perfecto, cuando yo parecía un muñeco articulado. Aquello no era lo mismo, no había arrozales, ni atardecer de cuento ni personas normales conectadas por un sitio mágico. En su lugar, había muchos modernos que se autodenominaban
yoguis e iban cargados con una esterilla de goma natural, un ladrillito de corcho y calcetines antideslizantes. Yo llevaba una toalla pequeña del Decathlon y las llaves de mi casa. Si esos eran yoguis, yo era Bubu. Y echaba de menos a Sumayasa.