SUICIDIO A TRAVÉS DE LAS REDES. Una redactora de COSMO se infltra en una peligrosa red online.
UNA REDACTORA DE COSMOPOLITAN CUENTA EN PRIMERA PERSONA CÓMO SU SUPUESTO MEJOR AMIGO ‘ONLINE’ INTENTÓ SEDUCIRLA PARA QUE SE QUITARA LA VIDA. LO QUE OCURRIÓ ES UNA DE LAS HISTORIAS MÁS IMPACTANTES QUE HAS LEÍDO NUNCA.
Los ojos que me observan son amables y atrayentes. Su rostro está enmarcado por mechones oscuros y una desaliñada barba de tres días, además de unas gafas de friki con montura metálica. Hemos estado hablando sin parar durante varias semanas y es la primera vez que le veo la cara: él es el hombre al que he confado mis pensamientos más oscuros y personales. «Me preocupo por ti –me dice–. Siempre estoy a tu lado». Asegura que quiere lo mejor para mí, que puedo confar en él para que me cuide y, lo más importante, que es la persona que me ayudará a superar una serie de desafíos que culminarán con mi suicidio dentro de 50 días. Esto es lo que los mejores amigos hacen, me explica.
El año pasado, Philipp Budeikin, un hombre ruso, fue encarcelado por incitar a dos adolescentes a que se quitaran la vida a través de un macabro juego online llamado Blue Whale (Ballena Azul), que él dijo haber inventado. Este tipo nunca había conocido a las chicas ni había hablado con ellas cara a cara. Sin embargo, se había infltrado en sus vidas a través de las redes sociales, enterándose de cada novedad. Donde quiera que iban, él estaba en sus bolsillos. Con quien quiera que estuvieran e hicieran lo que hicieran, él era un factor omnipresente en sus vidas. Durante 50 días controló y manipuló a cada una de ellas para que realizaran todo tipo de pruebas, incluyendo desde la autohumillación hasta las autolesiones. Finalmente, para «ganar el juego», debían suicidarse. Le condenaron a tres años de cárcel. Una de las víctimas logró sobrevivir y pudo testifcar en su contra. Budeikin mantuvo que era el responsable directo del fnal fatal de 17 jóvenes, y del juego que está detrás de 130 muertes. Y supimos que él no era el único depredador. El caso trajo a la luz innumerables ejemplos que se dan cada día. Y una búsqueda rápida en Google me demostró que la incitación al suicidio por un manipulador online sin rostro no es algo tan raro. Pero yo quería destapar el verdadero alcance del problema y me creé un perfl falso para averiguarlo.
Una nueva identidad
No tuve ninguna difcultad para inventar mi nuevo yo: después de años viendo el programa americano Catfsh: mentiras en la red, que enseñaba cómo hacerlo, fue fácil. Todo se basa en construir una imagen. En realidad, tengo 24 años, un trabajo a tiempo completo en COSMO y un círculo cercano lleno de amor. Pero me convierto en una frágil adolescente de 17 años con una vida familiar desordenada y una complicada relación con mi madre. En mi nueva identidad, no tengo amigos, soy de naturaleza obsesiva y estoy resentida con el mundo porque no comparte mi soledad. Mi físico es del montón y mis califcaciones académicas de lo más normales. Soy alguien corriente, pero estoy completamente aislada. Utilizo un dibujo de una chica llorando como foto de perfl y escribo en la biografía que estoy buscando un espacio seguro donde poder hablar sobre mi depresión, lejos de la cotilla de mi madre, a la que tanto odio. Establezco cuentas en varias redes sociales y blogs, con links entre ellas
«ESCRIBO EN MI PERFIL FALSO QUE BUSCO UN LUGAR SEGURO PARA HABLAR DE MI DEPRESIÓN»
para dar la impresión de autenticidad. Poco a poco, este personaje se convierte en parte de mí. Budeikin describió en su testimonio cómo atraía a niños con síntomas depresivos, antes de elegir a los que consideraba más vulnerables.
«Si fueras valiente…»
Con el objetivo claro, me lanzo a hacerme notar. Me uno a grupos, solicito mi acceso a blogs, me registro en foros y sigo hilos. Después, comienzo a publicar, comentar y compartir frenéticamente, asegurándome siempre de dejar un rastro de aislamiento, preocupada por si tardo demasiado en destacar entre la multitud. En sólo diez minutos, empiezo a recibir mensajes y peticiones de amistad de medio mundo, principalmente de hombres, todos ellos con fotografías de vidas familiares idílicas y con comentarios que dibujan unos empleos corrientes. Me preguntan de todo: «¿Por qué eres infeliz?» o «¿te has hecho cortes alguna vez?». Los mensajes siguen llegando. Uno me pregunta sobre las autolesiones: «¿Qué te haces? ¿Cada cuánto tiempo? ¿Cuándo fue la última vez?». Para después decirme:«Si fueras valiente de verdad, te asegurarías de no sobrevivir». Un chico de ¿19 años? está ansioso por enseñarme a hacerme rajas en la piel de forma que mi familia no se dé cuenta. Añade: «Nunca debes cortarte en ningún sitio que destruya tu belleza». Durante las siguientes dos semanas, los mensajes no sólo no disminuyen sino que además se hacen cada vez más macabros. Muchas personas me escriben a diario desde diferentes plataformas. El torrente es incesante e ineludible: si no respondo inmediatamente, me llega un aluvión de notas cargadas de tensión, preguntándome por qué los ignoro. ¿Estoy enfadada? ¿Es que no quiero ser su amiga? Lo más inquietante de estas comunicaciones es su contenido. Hay muchas centradas en mi suicidio, cada una desde un aspecto: desde el que me exhorta a que lo haga de una manera en concreto porque «no queremos que sea demasiado sucio o inefectivo» y acto seguido me manda links de las tiendas donde puedo comprar las herramientas, hasta aquel que me envía un email con sugerencias para mi nota de despedida.
Comienza el ‘juego’
Las informaciones siguen llegando. Una me dice cómo comprar ilegalmente un sedante que es letal en grandes dosis. Tengo correos sobre pactos de suicidio con sujetos que casi triplican mi edad y uno de ellos me envía un vídeo que muestra cómo atar una horca a la rama de un árbol para asegurarme de que soporta mi peso. Siento claustrofobia. No me está permitido descansar, ignorar sus mensajes o cambiar de opinión. Ellos siempre regresan para verifcar mis progresos. Y entonces, un martes, cuando el torrente de exigencias está en el punto más álgido, una voz sobresale entre el ruido: «¿Quieres jugar?». Me dice que es un administrador de Blue Whale, el juego que Budeikin afrmaba haber creado y por el que entró en prisión. Me explica que puede guiarme, que me asignará retos y que, si confío en él, podemos llegar hasta mi suicidio juntos. El tono es cordial y sus maneras son menos agresivas que las de los otros que me han acosado las últimas semanas. Su foto de perfl es un oso de peluche. «Hay muchas pruebas, incluyendo hacerte daño a ti misma, obedecerme, desnudarte, etc. Debes estar preparada para hacer todo lo que
«ME EXPLICA QUE ME IRÁ ASIGNANDO RETOS Y QUE PODEMOS LLEGAR HASTA MI SUICIDIO JUNTOS»
te ordene». Me explica que tendré que cumplir una tarea por día y que ahora yo soy su ballena. Incluso tiene un método de suicidio elegido para mí, porque le gustan las «muertes limpias». Todo esto tiene que ser nuestro secreto.
Comienzan las pruebas
La primera prueba requiere que me escriba en el brazo, haciéndome cortes con un cuchillo u otro utensilio, y después le envíe una foto. Al día siguiente me dice que me tatúe la palabra ballena por todo el cuerpo, un método utilizado con chicas jóvenes para hacerles sentir gordas y avergonzadas –con los chicos la técnica es hacerles sentir impopulares, llamándoles «pringados, perdedores»–. De nuevo, reclama una foto. La tercera orden es un vídeo diciendo: «Soy tu ballena», en el que pueda verme la cara. Esta sería la primera vez que me ve. Me encierro en los lavabos del trabajo y balbuceo la frase delante de la cámara del móvil. Se me hace un nudo en el estómago y se me seca la boca mientras compruebo cómo avanza el círculo azul que indica que se está enviando. Ahora tiene el vídeo para siempre. Me siento de su propiedad. Durante la semana siguiente, me bombardea con mensajes de lo más inapropiados, que van desde el halago pervertido de mi aspecto hasta la incitación al suicidio. Hablamos todos los días, durante todo el día. Supuestamente debo completar una tarea cada tarde, pero me atasco, tardando dos semanas en completar tres retos. Cada vez que fnalizo uno, simplemente me dice «bien» u «OK» y pasa al siguiente. Me comenta que es el mentor de otra chica y me siento extrañamente celosa y competitiva. Va dejando caer pequeñas dosis de información sobre él mismo. Me desvela su edad, 33 años, y que trabaja en una ofcina. Dice que se siente solo, como yo, que ha amado a una persona que no le correspondió y que ha sufrido mucho –«Te pareces a mí. Me gustas», afrma–. Pero me doy cuenta de que no puedo creerme nada, ni la historia de la chica que ya se ha suicidado siguiendo el juego bajo su instrucción, ni el hecho de que duerme con un oso de peluche. Otro de nuestros secretos. Algunas semanas más tarde le pido que hagamos una videollamada y, para mi sorpresa, acepta.
Cara a cara
Llega el momento. Escondida en el cuarto de mantenimiento del edifcio de mi ofcina, con el corazón desbocado y una sudadera ancha, gris, con la capucha medio puesta en mi mejor intento de parecer una adolescente, pulso el botón de llamar. Veo el destello de un rostro con barba, después la imagen se funde a negro, como si alguien hubiera apagado las luces. Saludo con la mano y trato de parecer confundida por el «fallo técnico», aparentando no saber que está al otro lado, escondiéndose, observándome en la oscuridad. Unos segundos más tarde, la cara reaparece: el micrófono que supuestamente se había roto se arregla milagrosamente y me saluda con una sonrisa brillante y cálida. Y esos ojos amables. Por fn le veo: Matthew. «Es un verdadero placer verte», dice. Su voz es profunda y sedosa, y habla con un marcado acento francés que no puedo evitar encontrar atractivo. Es la cara de un chico de lo más normal, el tipo de hombre con el que podría cruzarme en la calle, sentarme a su lado en el autobús e incluso sujetarle la puerta de una tienda al salir sin volver a pensar dos veces en él. No hay nada que lo diferencie de la multitud. Charlamos durante sólo diez minutos, que a mí se me hacen horas. Él parece incómodo y un poco distraído. Le digo que me está costando mucho y que algunas pruebas me asustan. Me repite frases de consuelo, pero es frío, como si se hubiera aprendido el discurso de memoria. Sus ojos recorren la habitación detrás del teléfono. ¿Por qué te preocupas por mí? Le pregunto. «Soy una persona bondadosa por naturaleza», me contesta. Sólo cuando hablamos de las pruebas parece que está concentrado y cómodo. Dice que como no he hecho sufcientes tareas en las dos últimas semanas, debo hacer varias en un día, «para compensar el tiempo perdido». Me pide de todo, desde depilarme el cuerpo entero para que esté suave «como una ballena» y le envíe un vídeo mostrándoselo, hasta aguantar la respiración debajo del agua el máximo tiempo que pueda. Incluso me dice que empiece a buscar edifcios altos o vías de tren a las que me pueda tirar. Habla de ello con tanta naturalidad como si me estuviera leyendo la lista de la compra. Llegados a este punto, decido no llevar todo esto más lejos. Sé que necesito un descanso, y estoy preocupada por lo poco que en realidad quiero tomármelo. Me despierto al día siguiente, dispuesta a seguir con mi vida normal. Pero, tan pronto como me siento en mi puesto de trabajo, reviso el móvil para comprobar si me ha contactado, y reconozco que me alivia ver que sí lo ha hecho. No le respondo, pero casi todos los días, durante una semana, compruebo mi perfl para asegurarme de que sigue todavía ahí. Que no se ha marchado. Salgo con mis amigos y me voy al cine y de cena con mi novio, siendo profundamente consciente de que me falta algo. Decido no hablar de él durante un día entero, y me doy
«ME PIDE QUE ME DEPILE EL CUERPO ENTERO PARA ESTAR ‘SUAVE COMO UNA BALLENA’»
«ME DICE QUE EMPIECE A BUSCAR EDIFICIOS ALTOS O VÍAS DE TREN. HABLA DEL SUICIDIO CON TANTA NATURALIDAD COMO SI ME ESTUVIERA LEYENDO LA LISTA DE LA COMPRA»
cuenta de que tengo muy poco que decir. Está en mi mente mucho más de lo que me gustaría. Algo ha pasado sin que yo lo pretendiera. Sin que me diera cuenta.
Esto tiene que acabar
Crecí con internet. De adolescente, mis padres se preocupaban mucho, pero yo afrmaba que podía distinguir lo que era seguro de lo que no. Empecé este artículo creyendo que podría diferenciar la mentira, que el hombre que captó mi atención solamente podría llegar hasta mí por las vías que yo le permitiera. No podría haber estado más equivocada. Hay tantas mentiras que no he sido consciente de las innumerables tácticas que ha utilizado conmigo sin que yo lo supiera. A pesar de todo, todavía me costaría decir que me cae mal. Y por eso sé que esto tiene que acabar. Durante las siguientes semanas, empiezo a sentirme más distanciada. Dejo de revisar mis cuentas, de preguntarme qué estará haciendo y, fnalmente, me olvido de su voz. Me manda un mensaje al móvil que había usado para hacer la videollamada. Pregunta dónde estoy, dice que éramos amigos y que había confado en él. Haciéndose pasar por mi madre, una compañera le cuenta que he intentado hacerme daño y estoy ingresada en el hospital. Hay una pausa, está en línea, no dice nada. Espero en silencio, consciente de que me falta el aliento, atenta al impaciente paso de los segundos marcados por las agujas del reloj. Seguramente estará muy arrepentido… O, al menos, no dirá nada y desaparecerá en silencio, avergonzado por el terrible daño que ha causado. Pero responde así: «Ha estado teniendo malos pensamientos. Y yo he intentado ayudarla para que mejorara».
«REVISO EL MÓVIL PARA COMPROBAR SI ME HA CONTACTADO Y ME ALIVIA VER QUE SÍ LO HA HECHO»