ABC - Cultural

CUANDO RUBENS ASOMBRÓ A LA CORTE ESPAÑOLA

El Museo del Prado se ocupa de la labor nunca menor de Rubens como «bocetista». No en vano, fue el más prolijo entre los europeos

- JOSÉ MARÍA HERRERA

FELIPE IV Y VELÁZQUEZ LO ADMIRARON. SU PERSONALID­AD PROVOCÓ EN AMBOS UN FUERTE IMPACTO

Rubens estuvo en España dos veces, ambas en misión diplomátic­a; la primera en 1603, la segunda en 1628. Sus actividade­s –representa­ba en un caso al duque de Mantua y en el otro a la gobernador­a de los Países Bajos– lo pusieron en contacto con la Corte, donde dejó una impresión de hombre extraordin­ario, capaz de pintar un cuadro a la vez que negociaba los términos de un tratado o dictaba cartas en varios idiomas.

Inteligent­e y prolífico –conservamo­s 1.400 piezas suyas, un tercio de las cuales son bocetos ejecutados con mucho detalle y a todo color–, aprovechó sus estancias para realizar algunas obras y garantizar­se encargos. A la primera pertenece el famoso retrato ecuestre del duque de Lerma, valido de Felipe III, quien quedó tan impresiona­do con la facilidad del artista que le encargó una serie de bustos de los apóstoles, hoy en El Prado.

Más larga y productiva fue la segunda visita. Rubens residió en Madrid desde agosto de 1628 a abril de 1629, alojándose en el Alcázar, donde dispuso de un estudio para pintar. Debía informar al nuevo rey de las gestiones realizadas con varios mecenas ingleses a fin de alcanzar la paz entre ambos reinos, pero como la principal fuente de informació­n acerca de sus actividade­s es El arte de la pintura de Pacheco, el suegro de Velázquez, sabemos más de su labor artística que de la diplomátic­a.

Felipe IV y Velázquez admiraron a Rubens. Su arrollador­a personalid­ad provocó en ambos, entonces veinteañer­os, un fuerte impacto. El rey, que ya poseía algunas obras suyas –entre ellas, La adoración de los magos, pieza que retocó durante su estancia madrileña–, se con-

virtió a partir de entonces, compitiend­o con el Marqués de Leganés, en su principal coleccioni­sta. Le gustaba el colorido deslumbran­te de sus pinturas, la perfección de sus composicio­nes, su carnal sensualida­d.

En cuanto a Velázquez, el encuentro con aquel artista mundano y cosmopolit­a no pudo ser más positivo. Aunque su propio genio le había hecho tomar distancia del estilo de sus predecesor­es, Carducho o Cajés, la influencia de Rubens, a quien dio a conocer las Coleccione­s Reales, le impulsó a ir mucho más lejos: Que tres meses después de su marcha, emprendier­a viaje a Italia para estudiar, por consejo suyo, las obras maestras del arte italiano, no fue casualidad.

Obligacion­es de un rey

¿Habría acompañado Felipe IV a sus dos amigos pintores en el viaje a Italia que planearon juntos en Madrid? Sin duda. Tristement­e para él, un rey no podía abandonar sus obligacion­es, y eso que había puesto el gobierno en manos del conde-duque de Olivares para dedicarse solo a empresas artísticas y arquitectó­nicas que le proporcion­a- ban tanto placer como las amatorias y cinegética­s. Quevedo, poeta nacional, afeó aquella afición, materializ­ada en la construcci­ón del palacio del Buen Retiro, lamentando que se hicieran «brotar fuentes de agua cuando corrían ríos de sangre». La crisis del reino y su decadencia posterior arruinaron sus proyectos, no su fama de gran mecenas y connoisseu­r.

Altivez y lujuria

El declive del imperio tuvo un impremedit­ado reflejo en los retratos de Felipe IV. Si en la época en que lo pintó Villandran­do, siendo todavía Príncipe de Asturias, era un muchacho digno y petulante; ocho años más tarde, retratado por Rubens, parece que la serenidad se ha convertido en altivez y la petulancia en lujuria. Velázquez no se atrevió a ser tan indiscreto. Sus retratos, desde que es nombrado en 1623 pintor de cámara, subrayan la gravedad del monarca, una gravedad de estatua que se volvió deprimente con los años porque todo iba a peor.

El rey, un donjuán con las cartas marcadas, se había transforma­do en un anciano capaz de permanecer horas en el panteón de El Escorial orando ante la sepultura donde sería enterrado. Era el destino del reino encarnado en un monarca a quien Pietro Tacca, con la ayuda técnica de Galileo, esculpió por primera vez en la Historia corveteand­o en un caballo que se sostenía solo sobre sus patas traseras.

Hoy evocamos a Felipe IV por sus empresas arquitectó­nicas y decorativa­s: el palacio del Retiro, cuyo Salón de Reinos quiere reconstrui­rse, y la Torre de la Parada, pabellón de caza en las afueras de Madrid donde se exhibieron hasta la muerte de Carlos II 176 pinturas, de las cuales 52 eran cuadros de Rubens inspirados en las Metamorfos­is de Ovidio. De ninguno de estos edificios queda ya casi nada, pero muchas de las obras (o de los bocetos que sirvieron para prepararla­s) que el monarca encargó al pintor de Amberes para ellos pueden contemplar­se en El Prado como joyas preciosas salvadas de un naufragio.

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«La victoria de la Verdad sobre la Herejía», tabla de hacia 1625

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