JESÚS LILLO
onsiderado desde su irrupción como novísima expresión del vigor y la rebeldía de una juventud cuyos valores, físicos y emocionales, habían sido idealizados desde siglos atrás, el rock aún representa la antítesis de la madurez. Qué decir de quienes envejecen y pierden la voz con la misma canción de siempre. Distraídos, dejamos incluso que Elvis se consumiera como atracción de barraca en Las Vegas. En el 77, cuando reventó, éramos todos muy punkis. Hay que morir joven –«Es mejor quemarse que apagarse lentamente», dejó escrito Neil Young; veintisiete años es el canon– y evitar que el reuma óseo y creativo termine por contravenir un dogma generacional en el que la experiencia no es precisamente un grado.
Es esta confusión, derivada del simbolismo postadolescente que arrastra el rock, la que a este lado del escenario contagia al aficionado, acomplejado y tentado a consumir cualquier macana de última generación y a rechazar productos presuntamente avejentados. Estar al día –o simularlo, lo importante es participar en un juego en el que muy pocos tienen el talento de un Tim Hecker– rejuvenece una barbaridad en una sociedad obsesionada con la revolución recreativa y también con el abismo de la obsolescencia. Hay que morir, como hicieron Manzanita o Prince, para hacerse venerar. U2 es hoy el paradigma de la permanencia de las grandes marcas del siglo XX. En una era de startups y sensacionalismo, de falsos hallazgos y huidas hacia adelante, U2 es poco más que una capitulación que atenta contra la obligación cívica de ser ser y parecer joven, no solo en el mercado musical. Como el sexo y otras manifestaciones de reajuste hormonal, el rock no es apto para todos los públicos.
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