SABINO MÉNDEZ
ada que objetar a U2 en lo tocante a sus espectáculos, su técnica musical, sus inolvidables canciones y la fama atesorada. Pero para ser justos con la juventud que yo conocí, es inevitable recordar que, en nuestra generación, aquella de la cual también ellos proceden, la de la nueva ola de los ochenta, U2 no eran precisamente de los más apreciados entre el resto de la profesión. Desde el más absoluto respeto, se valoraba su voluntad de sonar bien, también las sobresalientes capacidades vocales de su cantante y el rigor tecnológico de su guitarrista; pero el resultado final, con ser de calidad, nos parecía a todos un punto inflado, engolado. Bono y los suyos llegaban al escenario con una bandera blanca, hablando de paz, en un momento punk en que muchos lo que querían era tirar abajo a pedradas el muro de Berlín. En cierto modo, apuntaban ya esas maneras de futuro buenismo de su cantante, en quien se vislumbraba vocación a invitado de lujo en las futuras cumbres de Davos.
Todo artista integra en su obra artística, sin darse cuenta, la voz de un contador de historias, la de un ilusionista y la de un predicador. Lo que le reprochábamos a Bono en su época es que el predicador se imponía a las otras facetas y eso no nos parecía bueno. Para dar coherencia con esa obra a su propia imagen pública, Bono tendió además a pasearse por el mundo construyendo un personaje de santidad que le otorgaba un aire de repelente niño Vicente. Nadie hace ascos a un buen sermón de vez en cuando; pero si me predicas, no me cobres. Cuidado: la vejez agudiza los engolamientos y la juventud de hoy no me parece que esté precisamente por la mezcla diabética de azúcar y sangre.
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