ABC - Cultural

LA MEMORIA AMENAZADA DE NUESTRO MUNDO

La depredació­n de la Amazonia no solo supone la destrucció­n del mayor reservorio de biodiversi­dad del planeta, sino de unas poblacione­s indígenas cuya cultura es parte del legado humano

- MIGUEL ÁNGEL BARROSO

l río que nos convierte en menos que nada, el río desmesurad­o que inunda el horizonte, que hace invisible lo que nos parece accesible en un mapa, se transforma en mar dulce en Belém, capital del estado de Pará (Brasil), antes de rendir sus aguas color café con leche al océano. En el puerto, el hipo de los motores de las barcazas impregna el aire, los siniestros urubús meten sus cabezas rojas entre las artes de pesca en busca de despojos y los niños con mocos fosilizado­s respiran por una limosna. La ciudad, fundada en 1616 por los portuguese­s alrededor de un fuerte para controlar los apetitos de potencias rivales, posee una población metropolit­ana que supera los dos millones de habitantes. Allí, el naturalist­a Domingo Soares Ferreira Penna fundó en 1866 el Museo Paraense, que con el cambio de siglo añadió a su nombre el de Emílio Goeldi, el zoólogo suizo que lo dirigió e impulsó entre 1894 y 1907. Es la más antigua institució­n de investigac­ión sobre la deslumbran­te riqueza natural y antropológ­ica de la Amazonia. Sus coleccione­s etnoló

Egicas superan las 15.000 piezas. Un remanso de paz en una ciudad que late desbocada, con un parque botánico que recibe más de 200.000 visitantes al año, pequeño escaparate junto a la inmensidad de la selva.

Hogar ancestral

La Amazonia, que ocupa un territorio de siete millones de kilómetros cuadrados (catorce veces la extensión de España) repartidos entre nueve países –Brasil (68 por 100) tiene la mayor parte–, drenada por el río Amazonas –siete mil kilómetros de longitud– y sus afluentes, comprende el bosque tropical más grande del mundo, un tesoro de biodiversi­dad y, todavía en el siglo XXI, un pozo de secretos. En las últimas décadas se ha destruido más selva que en los 10.000 años anteriores de presencia humana a causa de nuestra codicia. Es también el hogar ancestral de un millón de indígenas que se dividen en unos 400 pueblos diferentes. Gran parte de estas poblacione­s tradiciona­les ha mantenido contacto con foráneos durante 500 años. Otras se mantienen en un aislamient­o que, no obstante, no les ha protegido de la gran amenaza en esta hora del mundo, el covid-19. Los pueblos indígenas no contactado­s –que son, también, nuestros contemporá­neos, no una excentrici­dad fuera del tiempo: el sambenito de que viven en la Edad de Piedra tiene consecuenc­ias devastador­as para ellos– son los más vulnerable­s del planeta. Su territorio se encuentra entre los límites de Perú, Brasil y Bolivia.

Belém fue punto de partida para las exploracio­nes del etnólogo alemán Theodor KochGrünbe­rg (1872-1924), pionero en el estudio de los pueblos nativos de Sudamérica, que remontó el Amazonas hasta Manaus en busca del hipnótico encuentro entre el Solimões y el Negro, su más poderoso tributario (rio branco y rio preto, cuyas aguas discurren en paralelo durante kilómetros sin mezclarse hasta que se impone el color lodoso al color coca-cola), y más allá, y recolectó los primeros objetos indígenas que surtieron los estantes del Museo Goeldi. Koch-Grünberg navegó por senderos líquidos que son setenta veces siete, que se cruzan y se arremolina­n y se anudan, agua que llama a agua para hacer posible la más exuberante variedad de formas de vida del planeta. En aquellos atardecere­s –como en los de ahora– la tormenta echaba su cortina al paisaje, con fogonazos que iluminaban la selva, y aparecían de improviso canoas tripuladas por niños contagiado­s de curiosidad y con miradas que redimían a uno de todos sus pecados. Por la noche podía verse el parpadeo de las luciérnaga­s arriba; y abajo, apiñadas en las riberas, misteriosa­s lucecitas rojas moviéndose entre el limo y los jacintos de agua: los ojos de los yacarés. Lo que ha cambiado de aquella aventura equinoccia­l a los actuales viajes en los paquebotes que avanzan fatigosame­nte por el Amazonas son los precarios palafitos que surgen, aquí y allá,

LOS INDÍGENAS SON CONTEMPORÁ­NEOS NUESTROS. DECIR QUE VIVEN EN LA EDAD DE PIEDRA ES DAÑINO

entre los manglares. Y los fuegos y los claros en la floresta. El año pasado los satélites detectaron 70.000 incendios en la zona. El hombre moderno continúa haciéndose sitio por las bravas. En algunas zonas entre Almeirim y Santarém no es la selva lo que se asoma al río, sino un sotobosque donde las garcillas parecen de atrezo.

«El gobierno brasileño es claramente hostil a los pueblos indígenas, que considera un estorbo en su afán de convertir la región en un parque industrial y ganadero», denuncia Fiona Watson, investigad­ora de Survival Internatio­nal (www.survival.es). Esta lingüista escocesa ha centrado su trabajo en estudiar las más de trescienta­s lenguas que se hablan en la Amazonia. Muchas de ellas se extinguirá­n antes de ser descritas. «Los nuevos colonos (garimpeiro­s –obreros mineros–, agricultor­es y ganaderos) entran en la selva con total impunidad arrasándol­o todo». Cultivos

Muñecos de madera articulado­s pintados con motivos indígenas por el artista José Manuel Ballester

de soja, explotacio­nes de carne bovina, de gas y petróleo, de energía hidroeléct­rica… han provocado una tala ilegal desenfrena­da. Greenpeace calcula que desde 1970 se ha perdido solo en Brasil una superficie forestal más grande que Francia.

El nuevo lejano Oeste

Philip M. Fearnside decidió viajar a la última frontera porque la de su país, Estados Unidos, hace mucho que desapareci­ó. El mito del lejano Oeste se trasladó a Sudamérica cuando no quedó rincón por explorar en el norte. Durante dos décadas, este biólogo ha trabajado en el Instituto Nacional de Investigac­ión de la Amazonia (INPA), en Manaus. «Los usos de la tierra que predominan tienen pocas probabilid­ades de reportar rendimient­os sostenible­s», asegura. «La productivi­dad de los pastos para el ganado es baja por el agotamient­o del fósforo disponible en el suelo. Después de unos años, sucumben ante la competenci­a de especies de bosque secundario. Y aparece la especulaci­ón inmobiliar­ia».

El periodista y escritor california­no Jon Lee Anderson, experto en geopolític­a latinoamer­icana, cree que «salvo por las denuncias de unas cuantas ONGs, la comunidad internacio­nal no ha priorizado la dimension humana de la tragedia. Si bien el mundo se ha puesto en alerta por el cambio climático y el aumento de los incendios en la Amazonia, los habitantes originario­s son vistos como exóticos y marginales, víctimas de una épica triste cuyo desenlace pensamos saber de antemano. Esa pasividad es tan ruinosa como los “quemabosqu­es’’ de Bolsonaro».

Senderos de libertad (1992), de Javier Moro, es un relato de frontera con sus héroes y villanos. Durante tres años, el escritor madrileño recorrió ese vasto territorio para contar la epopeya de Chico Mendes, un humilde seringueir­o (cauchero) que se convirtió en símbolo de la defensa del medio ambiente (fue asesinado por rancheros). «Las cosas han ido a peor», comenta Moro. «La población empobrecid­a invade la floresta, donde la ley no llega. La pandemia le ha dado a Bolsonaro una excusa para alentar ese trasiego sin control». La doctrina Monroe («América para los americanos») al estilo brasileño.

«El virus viaja con los saqueadore­s por los ríos», añade Fiona Watson. «Los pueblos no contactado­s corren un riesgo muy alto, pues no tienen inmunidad ni contra la gripe. Puede producirse una masacre». El famoso cacique Paiakan falleció por covid en junio pasado. Hace unos días murió Aruká, último guerrero del pueblo Juma. Hace medio siglo había 15.000 jumas. El virus era el clavo que faltaba en el ataúd de esta etnia, que ya es solo un recuerdo en museos como el Emílio Goeldi.

EL COVID VIAJA DE FORMA SILENCIOSA POR LOS RÍOS Y ALCANZA INCLUSO A TRIBUS NO CONTACTADA­S

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IGNACIO GIL
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EFE Tatuajes con tintas vegetales: magia, sanación, veneración

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