LA MEMORIA AMENAZADA DE NUESTRO MUNDO
La depredación de la Amazonia no solo supone la destrucción del mayor reservorio de biodiversidad del planeta, sino de unas poblaciones indígenas cuya cultura es parte del legado humano
l río que nos convierte en menos que nada, el río desmesurado que inunda el horizonte, que hace invisible lo que nos parece accesible en un mapa, se transforma en mar dulce en Belém, capital del estado de Pará (Brasil), antes de rendir sus aguas color café con leche al océano. En el puerto, el hipo de los motores de las barcazas impregna el aire, los siniestros urubús meten sus cabezas rojas entre las artes de pesca en busca de despojos y los niños con mocos fosilizados respiran por una limosna. La ciudad, fundada en 1616 por los portugueses alrededor de un fuerte para controlar los apetitos de potencias rivales, posee una población metropolitana que supera los dos millones de habitantes. Allí, el naturalista Domingo Soares Ferreira Penna fundó en 1866 el Museo Paraense, que con el cambio de siglo añadió a su nombre el de Emílio Goeldi, el zoólogo suizo que lo dirigió e impulsó entre 1894 y 1907. Es la más antigua institución de investigación sobre la deslumbrante riqueza natural y antropológica de la Amazonia. Sus colecciones etnoló
Egicas superan las 15.000 piezas. Un remanso de paz en una ciudad que late desbocada, con un parque botánico que recibe más de 200.000 visitantes al año, pequeño escaparate junto a la inmensidad de la selva.
Hogar ancestral
La Amazonia, que ocupa un territorio de siete millones de kilómetros cuadrados (catorce veces la extensión de España) repartidos entre nueve países –Brasil (68 por 100) tiene la mayor parte–, drenada por el río Amazonas –siete mil kilómetros de longitud– y sus afluentes, comprende el bosque tropical más grande del mundo, un tesoro de biodiversidad y, todavía en el siglo XXI, un pozo de secretos. En las últimas décadas se ha destruido más selva que en los 10.000 años anteriores de presencia humana a causa de nuestra codicia. Es también el hogar ancestral de un millón de indígenas que se dividen en unos 400 pueblos diferentes. Gran parte de estas poblaciones tradicionales ha mantenido contacto con foráneos durante 500 años. Otras se mantienen en un aislamiento que, no obstante, no les ha protegido de la gran amenaza en esta hora del mundo, el covid-19. Los pueblos indígenas no contactados –que son, también, nuestros contemporáneos, no una excentricidad fuera del tiempo: el sambenito de que viven en la Edad de Piedra tiene consecuencias devastadoras para ellos– son los más vulnerables del planeta. Su territorio se encuentra entre los límites de Perú, Brasil y Bolivia.
Belém fue punto de partida para las exploraciones del etnólogo alemán Theodor KochGrünberg (1872-1924), pionero en el estudio de los pueblos nativos de Sudamérica, que remontó el Amazonas hasta Manaus en busca del hipnótico encuentro entre el Solimões y el Negro, su más poderoso tributario (rio branco y rio preto, cuyas aguas discurren en paralelo durante kilómetros sin mezclarse hasta que se impone el color lodoso al color coca-cola), y más allá, y recolectó los primeros objetos indígenas que surtieron los estantes del Museo Goeldi. Koch-Grünberg navegó por senderos líquidos que son setenta veces siete, que se cruzan y se arremolinan y se anudan, agua que llama a agua para hacer posible la más exuberante variedad de formas de vida del planeta. En aquellos atardeceres –como en los de ahora– la tormenta echaba su cortina al paisaje, con fogonazos que iluminaban la selva, y aparecían de improviso canoas tripuladas por niños contagiados de curiosidad y con miradas que redimían a uno de todos sus pecados. Por la noche podía verse el parpadeo de las luciérnagas arriba; y abajo, apiñadas en las riberas, misteriosas lucecitas rojas moviéndose entre el limo y los jacintos de agua: los ojos de los yacarés. Lo que ha cambiado de aquella aventura equinoccial a los actuales viajes en los paquebotes que avanzan fatigosamente por el Amazonas son los precarios palafitos que surgen, aquí y allá,
LOS INDÍGENAS SON CONTEMPORÁNEOS NUESTROS. DECIR QUE VIVEN EN LA EDAD DE PIEDRA ES DAÑINO
entre los manglares. Y los fuegos y los claros en la floresta. El año pasado los satélites detectaron 70.000 incendios en la zona. El hombre moderno continúa haciéndose sitio por las bravas. En algunas zonas entre Almeirim y Santarém no es la selva lo que se asoma al río, sino un sotobosque donde las garcillas parecen de atrezo.
«El gobierno brasileño es claramente hostil a los pueblos indígenas, que considera un estorbo en su afán de convertir la región en un parque industrial y ganadero», denuncia Fiona Watson, investigadora de Survival International (www.survival.es). Esta lingüista escocesa ha centrado su trabajo en estudiar las más de trescientas lenguas que se hablan en la Amazonia. Muchas de ellas se extinguirán antes de ser descritas. «Los nuevos colonos (garimpeiros –obreros mineros–, agricultores y ganaderos) entran en la selva con total impunidad arrasándolo todo». Cultivos
Muñecos de madera articulados pintados con motivos indígenas por el artista José Manuel Ballester
de soja, explotaciones de carne bovina, de gas y petróleo, de energía hidroeléctrica… han provocado una tala ilegal desenfrenada. Greenpeace calcula que desde 1970 se ha perdido solo en Brasil una superficie forestal más grande que Francia.
El nuevo lejano Oeste
Philip M. Fearnside decidió viajar a la última frontera porque la de su país, Estados Unidos, hace mucho que desapareció. El mito del lejano Oeste se trasladó a Sudamérica cuando no quedó rincón por explorar en el norte. Durante dos décadas, este biólogo ha trabajado en el Instituto Nacional de Investigación de la Amazonia (INPA), en Manaus. «Los usos de la tierra que predominan tienen pocas probabilidades de reportar rendimientos sostenibles», asegura. «La productividad de los pastos para el ganado es baja por el agotamiento del fósforo disponible en el suelo. Después de unos años, sucumben ante la competencia de especies de bosque secundario. Y aparece la especulación inmobiliaria».
El periodista y escritor californiano Jon Lee Anderson, experto en geopolítica latinoamericana, cree que «salvo por las denuncias de unas cuantas ONGs, la comunidad internacional no ha priorizado la dimension humana de la tragedia. Si bien el mundo se ha puesto en alerta por el cambio climático y el aumento de los incendios en la Amazonia, los habitantes originarios son vistos como exóticos y marginales, víctimas de una épica triste cuyo desenlace pensamos saber de antemano. Esa pasividad es tan ruinosa como los “quemabosques’’ de Bolsonaro».
Senderos de libertad (1992), de Javier Moro, es un relato de frontera con sus héroes y villanos. Durante tres años, el escritor madrileño recorrió ese vasto territorio para contar la epopeya de Chico Mendes, un humilde seringueiro (cauchero) que se convirtió en símbolo de la defensa del medio ambiente (fue asesinado por rancheros). «Las cosas han ido a peor», comenta Moro. «La población empobrecida invade la floresta, donde la ley no llega. La pandemia le ha dado a Bolsonaro una excusa para alentar ese trasiego sin control». La doctrina Monroe («América para los americanos») al estilo brasileño.
«El virus viaja con los saqueadores por los ríos», añade Fiona Watson. «Los pueblos no contactados corren un riesgo muy alto, pues no tienen inmunidad ni contra la gripe. Puede producirse una masacre». El famoso cacique Paiakan falleció por covid en junio pasado. Hace unos días murió Aruká, último guerrero del pueblo Juma. Hace medio siglo había 15.000 jumas. El virus era el clavo que faltaba en el ataúd de esta etnia, que ya es solo un recuerdo en museos como el Emílio Goeldi.
EL COVID VIAJA DE FORMA SILENCIOSA POR LOS RÍOS Y ALCANZA INCLUSO A TRIBUS NO CONTACTADAS