EDITAR LA VIDA
A medida que la tecnología se refina aparecen herramientas que facilitan la reconversión o la negación de la realidad
Amediados de febrero las redes se estremecieron con un hecho que causó a la vez estupor y risa: la NFL ( La National Football League de Estados Unidos) subió a YouTube, prácticamente en tiempo real, la canción ‘ I Ain ´ t Got You’ que Alicia Keys entonó en el medio tiempo del Super Bowl, pero editando el «gallo» que le salió a la cantante en las primeras notas. La discusión no tardó en darse. ¿Con qué derecho alguien nos tergiversa la realidad borrando la evidencia? ¿Cuáles son las consecuencias de lo que pareciera un acto insignificante? El periodista Thierry Ways escribió al respecto una columna muy interesante, donde afirma: «Dentro de 50 años, si alguien quisiera convencer a otra persona de que Alicia Keys una vez erró una nota ante millones de telespectadores, ¿cómo podría demostrarlo? (…) No hace falta mucha imaginación para entrever el daño que ‘ la muerte de la evidencia’ puede hacerle al ejercicio de la prensa, la historia y la justicia, entre otras disciplinas».
Borrar los hechos de la historia es algo que ha existido siempre y los ejemplos serían infinitos. En la antigüedad ya encontramos una práctica llamada ‘ Damnatio memoriae’, que podemos traducir como «condena de la memoria», consistente en borrar todo vestigio de aquellos personajes considerados enemigos del Estado: menciones, placas, o incluso su nombre, que no podía siquiera pronunciarse. Hoy todavía vemos cómo los totalitarismos intentan desaparecer toda huella de aquellos que ponen en cuestión la legitimidad de su poder. A veces ni siquiera el que decreta el olvido es un dicta
Hdor. El derribamiento de estatuas por parte de movimientos populares, por ejemplo, hace parte también de un intento de desterrar la memoria de colonos y conquistadores. Y en territorios ajenos a la política también se dan casos: la Unión Ciclista Internacional borró el nombre de Lance Armstrong de sus registros como ganador de 7 Tours de Francia, en castigo por haber incurrido en dopaje. Todos hemos visto alguna vez una fotografía a la que alguien, muy significativamente, le ha recortado el rostro. Un yerno o una nuera de ingrata recordación. Y bien conocida, también, es la desaparición de la figura de Trotsky de la foto en que aparecía con Stalin. A la inversa, el arte ha acudido a veces a hacer evidente la ausencia de alguien dentro de un grupo captado por la cámara, para denunciar las desapariciones políticas.
A medida que la tecnología se refina, aparecen herramientas que facilitan la reconversión o la negación de la realidad. Está el photoshop, capaz de quitar años, kilos y defectos; pero también la «realidad disminuida» –en contraposición a «realidad aumentada»– que es una técnica que permite eliminar con sólo tocarlos objetos del dispositivo que estamos viendo: tanto el tacho de basura que afea la escena, como las personas que están en el trasfondo o el bus que se atravesó mientras grabábamos. Se persigue una realidad «limpia», modificada a nuestro antojo, de la que excluimos lo que no nos conviene. Sirve, por supuesto, a ciertas disciplinas. Pero también ilustra bien una época en la que de un clic se puede eliminar la divergencia cancelando al otro. ablamos de museos. Ha llegado el momento de explicarlo de forma didáctica.ctica. Llevo demasiado tiempo en el periodismo cultural como para no recordar que las cosas eran de otra forma: más transparentes, más libres, más democráticas. Un periodista tenía acceso de manera natural a directores de museos, a directores generales, ‘on the record’. Pero el público no sabe que eso ha cambiado, que les prohíben hablar, que todo pasa por el permiso de los gabinetes políticos. Los que todavía hablan con periodistas ya solo lo hacen en secreto, furtivos, como si hiciesen algo malo. Así que cuando esta semana supimos que alguien pidió desde el Ministerio de Cultura al director del Museo de América que dijera al diputado del PP Borja Sémper que si quería conocer su opinión sobre lo que le está pasando (la descolonización y los problemas) «sería preferible que se hiciera la petición de la reunión a través del Ministro o de su gabinete», a mí se me escapó un taco. Esto ha ido demasiado lejos. Un director de museo es un funcionario, un servidor público de carrera a cargo de una institución que custodia patrimonio. Su jefe, en realidad, es el ciudadano, el público, y los mejores son conscientes y por eso siguen practicando su mandato con discreta libertad. Con o sin permiso del ministro. Coartar esa libertad en su responsabilidad es impropio del político –aunque pueda destituirlos, claro–. Sobre todo del de Sumar, que tanto habla de derechos culturales. El primero es la libertad, pero la han restringido.