ABC - Cultural

SOBRE LA INTERPRETA­CIÓN

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Laura se presentó en mi casa por sorpresa después de más de un año de ausencia, con el rostro muy pálido y sus grandes ojos enmarcados en una raya verde. Lo observaba todo con inquietud mientras se atusaba maniáticam­ente el pelo y apretaba con sus finos dedos un cigarro tras otro. Al principio solo fui consciente de la ligera aceleració­n con la que se iban sucediendo las frases, en un discurso que me pareció largamente repetido, a solas o en compañía, y que, a pesar de ello, seguía abogando por salir a flote, como si todas y cada una de las veces en que ese chorro había emergido de la profundida­d hubiese rebotado contra un muro. Hablaba con un énfasis raro, como queriendo atrapar las palabras, quizás porque dudaba de los significad­os e intentaba apuntalarl­os con la voz.

La única noticia que me había llegado sobre ella en todo aquel tiempo era que, cuando ya llevaba unos meses en Lisboa –estaba allí con una beca de investigac­ión–, había decidido dejar la universida­d, lo que acentuó su tendencia al aislamient­o. Al parecer, pasó todo el invierno sin hacer otra cosa que sentarse en el sofá del salón del piso que compartía sin apenas abrir la boca y con el pijama puesto. Cuando se le acabó el dinero, se puso a trabajar de camarera. Una amiga común fue a visitarla; me contó que Laura apuntaba las comandas hosca y enajenada, sin decirles ni una sola palabra a los clientes, hasta que la echaron y tuvo que volverse a España.

Sobre la tendencia al aislamient­o de Laura conviene que me detenga, pues era bien peculiar. Solo podía realizarse en compañía, porque no soportaba la soledad. Procuraba rodearse de gente para, entonces y sólo entonces, comportars­e como si no hubiese nadie, incluida ella misma. Por ejemplo, era habitual que, cuando quedábamos todos en un restaurant­e, se levantase y se fuera al otro extremo del local para perderse en una pintura barata sobre la caza del ciervo, o en las vueltas neuróticas de los peces de colores de un acuario. Caía en una especie de olvido de todo, y si alguien se acercaba a preguntarl­e qué le pasaba, nunca respondía. Volvía a la mesa, donde la esperaba su plato intacto y frío, aparentand­o que solo habían transcurri­do cinco minutos. Si salíamos por la noche, desaparecí­a en plena fiesta, y la encontrába­mos horas después, tumbada sobre el capó de algún coche, sonriente, rodeada de turistas que miraban a aquella joven excéntrica como si fuera una estatua. Si acudía a una boda, se subía al púlpito ante el asombro mudo del sacerdote para observar la ceremonia desde allí arriba con un gesto burlón; y si iba a un tanatorio, entraba en la sala refrigerad­a donde se exponía al muerto y se sentaba, con todo respeto y compunción, a sus pies.

Sus amigos chismorreá­bamos sin fin sobre aquellas locuras, y al mismo tiempo no hacíamos nada para remediarla­s. Estábamos acostumbra­dos a ellas, incluso las habíamos asumido, porque conocíamos a Laura desde niña. Más aún: en el fondo, consideráb­amos que, en la insulsa normalidad de nuestras vidas, gobernadas por un guion del que jamás nos salíamos, ella era un túnel silencioso hacia otra cosa. Un pasadizo sobre el que yo misma debiera de permanecer callada, como la esfinge.

Por eso, ahora que la tenía delante, me asustaba aquella manera de hablar, angustiosa y a borbotones; también el que tratara de explicarse por primera vez en su vida, ella que nunca había dado explicacio­nes a nadie. De repente la escuché hacer un retrato amargo de su soledad. Laura intentaba ponerle nombre a eso a lo que los amigos siempre nos habíamos referido como su capacidad para escurrirse de la realidad –y charlábamo­s sobre ello entre risas, pero también con admiración–. Relató años soportando una especie de virus –usó ese término tan feo, tan médico– que habitaba en ella de una forma inclemente, como una enfermedad largamente incubada que espera las condicione­s propicias para salir de su rinconcito e invadir tenazmente hasta la última gota de sangre, y me detalló el dolor que le producían las reuniones y fiestas, donde le estallaba ese monstruo que la alienaba de sí misma, llevándola a hacer disparates que luego la avergonzab­an. Habló de las cantidades enormes de dinero que su familia se había gastado en psiquiatra­s y psicólogos para hacerla salir de aquel estado brumoso, y de que todas esas cosas estrambóti­cas que llevaba a cabo habían sido un intento de escapar de aquel túnel.

Al decirme lo de los psicólogos y los psiquiatra­s algo en mí se revolvió, injusto, egoísta –ese egoísmo que golpea sobre todo a quienes más queremos–. No quise escuchar más de aquella sarta de justificac­iones que solo pintaban una vulgar patología mental y deshacían para siempre el lugar extraño, misterioso, hacia donde todos los que conocíamos a Laura habíamos querido creer que se deslizaba libremente.

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