ABC - Cultural

DETRÁS DEL TELÓN

Bartleby y yo es el último libro de Talese que se edita en España Prepublica­mos un extracto reflejo de su manera de contar

- GAY TALESE

Durante mis años en la sección de deportes, desde mediados de 1956 hasta principios de 1959, tuve numerosas ocasiones de atender mis intereses y escribir acerca de figuras marginales en los escenarios de las grandes ligas: gente en los laterales de los estadios, individuos que forman parte del juego pero de los que raramente se escribe, como es el caso de los árbitros de boxeo, los jardineros de los campos de béisbol o los recogepelo­tas adolescent­es en los torneos de tenis, y también proveedore­s de servicios como el doctor Walter H. Jacobs, un dentista especializ­ado en protectore­s bucales; Mike Gillian, «el Capezio de los fabricante­s de herraduras», y Hal Ott, confeccion­ador de peluquines, perillas y bigotes para el boxeador de los pesos pesados Floyd Patterson, quien después de una derrota vergonzosa abandonaba los recintos disfrazado.

Y también estaba George Bannon, un abuelo y hombrerelo­j de setenta y ocho años, responsabl­e de hacer sonar la campana entre asaltos en el Madison Square Garden. Cuando entrevisté a Bannon, me dijo que había asistido a siete mil combates y tocado la campana más de cien mil veces. Antes de convertirs­e en el Bartleby de las campanas, se había ganado la vida afinando pianos en el Bronx. Cuando no trabajaba para la sección de deportes, me dedicaba a presentar ideas para artículos poco convencion­ales a otras secciones. Al editor de teatro le escribí una pieza sobre un técnico de iluminació­n en Broadway. Después de que los rusos pusieran en órbita a la perra Laika en 1957, escribí un artículo para el editor de noticias nacionales sobre otros perros que habían conseguido hazañas históricas: por ejemplo, Balto, el perro de trineo que lideró la Carrera del Suero en Alaska en 1925; Chinook, que acompañó al almirante Richard E. Byrd en su expedición al Polo Sur en 1927, y Fala, el estiloso, menudo y negro terrier escocés de Franklin D. Roosevelt, que alcanzó protagonis­mo en la campaña presidenci­al de 1944. Los republican­os denunciaro­n que un destructor había sido enviado a las islas Aleutianas para recoger a Fala, después de que supuestame­nte lo hubieran dejado atrás en una visita presidenci­al, con la onerosa carga resultante para los contribuye­ntes. El presidente Roosevelt reaccionó a la acusación con un agresivo discurso en el que afirmó que los republican­os «incluso son capaces de ir a la guerra por Fala».

En 1957 escribí una pieza para la revista dominical sobre las múltiples vidas de los cuatro mil gatos callejeros que se estimaba que vivían en Nueva

York, y durante ese mismo año y el siguiente le sumé otras dedicadas a autobusero­s, telefonist­as, capitanes de ferris, pitonisas, tatuadores, policías en helicópter­o, cuadrillas de demolición de edificios, casamenter­os, promotores de peleas de gallos y diseñadore­s de maniquís desplegado­s en escaparate­s de centros comerciale­s. Después de ser trasladado al departamen­to de noticias en 1959, continué centrando mis artículos en las vidas de personas anónimas: los porteros de edificios, los limpiabota­s, los paseadores de perros, los afiladores de tijeras, los limpiadore­s nocturnos de las baldosas de los túneles Lincoln y Holland, los taquillero­s del metro, los tipos que empujan los burros para ropa por el Garment Center, los conductore­s de carruajes en Central Park, los vendedores de heno apostados en las zonas de carga, el orgulloso fabricante de carretilla­s del 541 Este de la calle Once, el atareado impresor de multas de tráfico del 111 Oeste de la calle Diecinueve y la papelería de Broadway con la calle Setenta y dos que vendió tres mil quinientas velas en dos horas durante el apagón eléctrico que sufrió Manhattan a mediados de agosto de 1959.

Durante este mismo apagón, en el interior de un edificio de cuatro plantas en la calle Sesenta y dos, cerca de Broadway, que albergaba la congregaci­ón neoyorquin­a de judíos ciegos, doscientos trabajador­es invidentes guiaron a setenta trabajador­es que sí podían ver por las escaleras a oscuras hasta dejarlos sanos y salvos en la acera. En el transcurso de aquel año, también escribí sobre un acaudalado chófer de Manhattan llamado Roosevelt Zanders que disponía de su propio chófer. El señor Zanders, de cuarenta y tres años, nacido en

Youngstown, Ohio, dirigía un servicio de alquiler de vehículos de alta gama que empleaba a cinco chóferes neoyorquin­os. Estos conducían una flota de Cadillacs, mientras que su dueño conducía un Rolls Royce personaliz­ado, y a veces lo llevaban en él, que incluía alfombras de pelo de pared a pared, dos equipos independie­ntes de alta fidelidad y un gato hidráulico casi del tamaño de un enano dedicado a la lucha libre.

En el desfile del Día de San Patricio de 1959, después de agenciarme un asiento de tribuna en la Quinta Avenida con la calle Sesenta y cuatro que garantizab­a una visión despejada de las ochenta y nueve bandas musicales y ciento treinta mil personas que iban a desfilar, pronto perdí interés en los mariscales y otros dignatario­s reunidos en las primeras filas y me formulé una pregunta: ¿quién iba a cerrar la marcha? Abandoné mi asiento y recorrí varias manzanas de la Quinta Avenida hasta localizar al último integrante del desfile, un chaval de dieciséis años que lucía una gorra acabada en pico y un uniforme de rayas que lo identifica­ban como miembro de la banda del instituto Holy Cross, situado en Flushing, Queens. Su nombre era Richard Kryston. Me topé con él en la calle Cuarenta y nueve, desfilando con la mayor solemnidad posible teniendo en cuenta las dimensione­s envolvente­s y el peso de su voluminoso instrument­o: el sousáfono, una especie de tuba curvada.

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Portada del libro de Talese

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