Las noches suaves de los Murphy
Calvin Tomkins recrea la fascinante vida de los Murphy en la que se inspiró Francis Scott Fitzgerald para escribir Suave es la noche
No conforme con haber formateado la ficción a su modo y medida (publicando los relatos de O’Hara, Cheever, Updike, Salinger, Munro...), el ‘ The New Yorker’ también supo y sabe descollar en el terreno de lo verdadero. Allí, se publicó ‘Hiroshima’ de Hersey, los despachos del Mayo ‘68 de Gallant, ‘A sangre fría’ de Capote, los reportes callejeros de Joseph Mitchell, el ‘Habla, memoria’ de Nabokov y –en la actualidad– las investigaciones y perfiles de Grann, Lepore, Keefe como anticipatorias semillas que no demoran en florecer en ‘ best sellers’ en serie o película. Sin embargo, en la edición del 28 de julio de 1962, se publicó una pequeña pieza de Calvin Tomkins (nacido en 1925, crítico de arte en ‘ The New Yorker’ desde 1960) que apenas creció como libro en 1974. ¿Motivos? No hacía falta: ya era perfecta.
Y LO QUE CUENTA ES el embrujado cuento de hadas de pareja formidable: los adinerados y artísticos Gerald Clery Murphy (1888-1964) y Sara Sherman Wiborg (1888-1964). Más y mejor conocidos como «Los Murphy» y cuya casa –Villa America, en la playa de La Garoupe creada por el mismo Gerald, en la Riviera Francesa de los inspirados e inspiradores años ‘20– funcionó como sucursal mediterránea de aquel piso parisino de Gertrude Stein & Alice Toklas donde se encontraba la Generación Perdida. Pero dos de sus huéspedes más conspicuos y catastróficos fueron la casi contracara de los Murphy, compuesta y descompuesta por Francis Scott y Zelda Fitzgerald. Y, sí, el autor de ‘El gran Gatsby’ fue quien postuló aquello de «Muéstrame un héroe y te escribiré a una tragedia». Y así fue como vampirizó a los Murphy primero para luego fundirlos consigo mismo y su esposa en las páginas de su áspera ‘Suave es la noche’ y dedicársela.
HEMINGWAY SE LO REPROCHÓ UNA Y
otra vez, porque nada le gustaba más que torturar a quien había sido su benefactor y, para él, rival. Y a los Murphy la cosa no les cayó muy bien. Aunque, antes de morir Fitzgerald, un atormentado pero ya mítico Murphy –renunciada su vocación artística y adiós a seguir pintando más allá de esos quince excelentes cuadros y roto por muerte de hijos e imposiciones del negocio familiar– le admitiese y le agradeciese al escritor el haber comprendido y haberle hecho comprender que «sólo la parte inventada de nuestras vidas –la parte irreal– tiene cierto sentido, cierta belleza». Tomkins –a partir de sus conversaciones con los Murphy– cuenta con sentido y sentimiento sus historias con las palabras justas. Quien desee saber más de los Murphy, está el catálogo de exposición dedicada a sus vidas y obras, ‘memoir’ de su hija, volumen de sus cartas a/de casi todos, y la exhaustiva biografía de Amanda Vaill: ‘Everybody Was So Young... Aquí y allí, todas esas muchas fiestas.