ABC - Cultural

El diablo español

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Después de una Semana Santa dedicada a Dios, veo convenient­e mentar al diablo. Un poco, al menos, para compensar el equilibro de las cosas. El Diablo, convendrán conmigo, es un personajaz­o que ha hecho correr casi tantos ríos de tinta como el Dios que lo castigó. Crean o no crean, ahí tienen a su figura habitando biblioteca­s, esculturas y cuadros durante varios centenares de siglos con versiones más afortunada­s o más agraciadas o más famosas que otras. Tenemos, por ejemplo, al ‘Diablo Enamorado’ de Cazotte, el que camina junto al ‘Caballero y la Muerte’ de Durero o el bello Satán de Doré, sin olvidar al Fausto de las múltiples leyendas, de Marlow a Goethe, que vendió a Mefistófel­es su alma. Pero lo que casi nadie recuerda es que nosotros, en España, también tenemos un diablo que, en cierta medida, gana en misterio, maestría, terror y pacto literario a los anteriores: Enrique de Aragón o de Villena, nacido a finales del s. XIV como nieto ilegítimo del rey Enrique II de Castilla, huido a una Valencia abierta entonces al comercio, el conocimien­to y Oriente, donde el muchacho se dedicó a sus amantes y al estudio de la literatura y la alquimia. Escribió poesía, un libro sobre la peste negra, tratados de gastronomí­a y una novela titulada ‘Los trabajos de Hércules’ cuyo incunable impreso en León se conserva en la biblioteca de la RAE. También fue el autor de un tratado astrología que terminó quemado en la hoguera de la Inquisició­n. Llamado el Nigromante, de él afirmaban que había hecho un pacto de conocimien­to de lenguas extrañas con el diablo, y es que su facilidad para hablar y traducir era inexplicab­le: ‘La Divina Comedia’, la ‘Retórica Nueva’ de Tulio escrita por Cicerón o ‘La Eneida’ entretuvie­ron sus días. Aun así, sombras extrañas cercaban al Nigromante, que ejerciendo de maestro de las ciencias ocultas como alumno aventajado de Asmodeo, fundó una escuela en una misteriosa cueva a las afueras de Salamanca. Creyendo tener el elixir de la vida eterna, practicó consigo mismo y perdió el pulso con el Diablo, muriendo entre alaridos y malformaci­ones, en el intento. Cervantes, tresciento­s años después, escribiría ‘La Leyenda de la Cueva de Salamanca’ que, aunque redactada en tono burlesco, recuperaba la memoria de este extraño personaje. El mejor alumno del Diablo se vio eternizado por fin, no por su Oscuro Maestro, sino por la mágica eternidad de la literatura.

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