Eduardo

Todavía me resulta difícil escribir de Eduardo García. Cuando vengo a Córdoba sigo esperando cruzármelo al doblar una esquina, a bordo de su bici o dando un paseo enérgico, con esa sonrisa espléndida que cuando te encontraba daba sentido y música a la charla. Una de las últimas conversaciones que tuve con Pablo García Baena fue, precisamente, por uno de los artículos que yo había publicado en CÓRDOBA sobre Eduardo. El texto hacía referencia expresamente a su sonrisa, esa bonhomía que guardaba su melodía interior, con su latido entero de pulsiones suaves que también sabía ser nervio encendido. A Pablo le gustó porque reconoció en él a Eduardo --«Ha sido como volver a verlo», me dijo-- y me contó una anécdota: no hacía mucho estaba paseando y se cruzó con él, que venía en bici. Eduardo lo saludó muy cariñoso, se bajó de la bicicleta, la sostuvo por el manillar y acompañó a Pablo hasta el portalón recio de su casa en Obispo Fitero. Pablo no recordaba la conversación, pero sí el tono jovial, despreocupado y hondo al mismo tiempo, una especie de cercanía agradable que dejaba en el aire su carga de profundidad. Esta semana un grupo de amigos, de escritores y de especialistas españoles y franceses ha analizado la obra de Eduardo García en un coloquio internacional promovido por la Universidad de Córdoba y la Asociación Cultural Casa en el Árbol, encargada de difundir su legado. Voy a citar solo el texto hermoso y duro de Pablo García Casado, que bien podría ser un poema en prosa para su próximo libro. Los hermanos escogidos nos dejan una huella honda cuando nos dejan, pero también es dulce recordar aquellos días dorados. Yo aún no he podido abrir sus viejos libros, que ahora son latencia y compañía, y siento la presencia magmática de La lluvia en desierto, su poesía completa, mientras escribo esto. Hoy, siempre, una vez más brindo por Eduardo, el hombre, porque no hay tanta gente de la que puedas decir que el hecho de encontrarla es una fiesta.