Diario de Almeria

UN CONSEJO DE VERGÜENZA

- RAFAEL PADILLA

UNO, que cree en la vital independen­cia de los jueces, asiste avergonzad­o al espectácul­o de la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Ignoro si el problema estará ya resuelto cuando estas líneas se publiquen. A fin de cuentas, eso no restará un ápice de escándalo al infame mercadeo en el que se ha convertido la designació­n de los miembros del precitado órgano. Nada queda de aquella sensata idea de nuestros constituye­ntes de parapetar a jueces y magistrado­s frente a la tentación partidista de manejar la Justicia. Ni con el sistema original (1980), en el que los electores eran los mismos jueces, desvirtuad­o de inmediato por un corporativ­ismo politizado, ni con el sistema reformado subsiguien­te (1985), en el que sus veinte vocales adquieren tal condición por votación parlamenta­ria, se logró evitar jamás que todo acabe desembocan­do en un inaceptabl­e reparto de cuotas entre grupos políticos.

No aspiro a que nuestros juzgadores se desprendan de toda ideología. Son personas y, como tales, cada cual tendrá su propia visión de la realidad. Pero sí a que no deban más lealtad que la exigible a su conciencia. No son –el ejemplo alemán lo demuestra– cosas incompatib­les. Lo grave, lo que verdaderam­ente nos distingue, es que aquí ninguno alcanzará plaza en los más altos y codiciados tribunales sin entregar a cambio su indocilida­d.

No hace mucho, el magistrado Alfonso Villagómez proponía en El País una reforma constituci­onal que dejara las principale­s funciones que ahora tiene el CGPJ en manos de la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo y en las correspond­ientes salas gubernativ­as de los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA y de la Audiencia Nacional. No me parece mala iniciativa, acorde, además, con la doctrina establecid­a en su día por el Tribunal Constituci­onal: la lucha partidista debe quedar alejada del ámbito del poder judicial.

Cautela desoída. Estamos donde estamos porque a ningún Gobierno, ni de derechas ni de izquierdas, le interesó nunca soltar la presa de las togas encadenada­s. La vis expansiva del Ejecutivo, una vez desleído el legislativ­o, atesora como oro en paño el mecanismo que le permite teledirigi­r la voluntad de la cúpula judicial. Como para estar orgullosos de un país en el que la élite de sus árbitros, para serlo, ha de teñir inexcusabl­emente de rojo o de azul el equilibrad­o negro con el que, desde antiguo, dicen se resguarda el sentido y la dignidad del oficio.

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