Diario de Almeria

EL ÚLTIMO HOGAR

- MANUEL LÓPEZ MUÑOZ Catedrátic­o de Filología Latina de la Universida­d manuel.lopezmunoz@gmail.com

DE la piedra bien tallada surge la comunidad; del ladrillo y el cemento, la hipoteca y los impuestos. Todas las ciudades tienen un centro espiritual: ahí la sabiduría de la piedra se convierte en identidad y nosotros, sombra de la piedra en alma humana, a su sombra nacemos y recordamos. En el centro de Jaén, a la plaza dedicada al Deán Mazas, que intervino en la fundación de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, se asoma la trasera del edificio que sustituyó al de la Económica. Es como si el espíritu ilustrado le mostrara las nalgas a la nobleza de la fachada del Palacio de los Vilches, construido sobre el antiguo mercado, justo enfrente.

El visitante tarda en ver un edificio que corona la plaza: la antigua Clínica de Palma, hoy Residencia “La Inmaculada”. Allí llegaron mis padres el día siete de enero. Poco podíamos saber que él, un abogado hijo de maestro nacional reconverti­do a procurador, padre de dos juristas y un profesor, suegro de una profesora y dos juristas, abuelo feliz de serlo, iba a fallecer justo cuatro meses después. Todas las semanas leía mi sección: la llamaba “El mamporro” en vez de “El manuscrito”, feliz de tomarme el pelo con el juego de palabras y orgulloso de que, como él, no me mordiera la lengua ni tampoco entrara en navajeos barriobaje­ros. Por eso, quiero que mi homenaje sea aquí, en la columna que me demandaba si algún viernes tardaba más de un par de horas en mandársela.

Cuando se manifestó el cáncer, el “malum immedicabi­le” que decía el romano Celso, ya era tarde para hacer nada. Haciendo honor a su nombre, el cangrejo lo había aprisionad­o con sus tenazas y nunca llegó a soltarlo. Día a día, iba deteriorán­dose con una lucidez y una retranca jaenera que conservó hasta el final. Tuvo la compañía de su familia y un lugar en el que vivió mirando a la Parca a los ojos, fijamente, con valor, consciente del final ya cercano. En ese lugar, la Residencia “La Inmaculada”, el hado le hizo un último regalo: el personal de ese centro, profesiona­les, eficaces y, por encima de todo eso y mucho más allá de las horteradas del mercado, la calidad y el rendimient­o, personas consciente­s del deber moral de tratar a los ancianos como seres humanos plenos y no como abuelos medio tontos.

Es propio de nuestra naturaleza, supongo, pensarnos invulnerab­les cuando, en realidad, solo somos carne, sangre y tiempo. Los imprudente­s que celebran enloquecid­os el fin del Estado de Alarma (y hay muchos en la plaza del Deán Mazas, igual que en tantas otras de España) se creen libres, victorioso­s y eternos, como si el virus leyera el BOE o, peor, le hiciera caso. Mucha gente junta no hace grupo, sino bulto. La humanidad, la solidarida­d con el prójimo, la sensibilid­ad, son el auténtico cemento de la sociedad y solo quienes entienden la dignidad humana y la practican han alcanzado el derecho a recibir el honroso título de buenas personas.

Muchas personas buenas ayudaron a mi padre en sus últimos meses y, hasta que su alma partió en busca de la luz, lo trataron a él y a nosotros, su familia, con un afecto que él se llevó y que en mi memoria es, sobre todo, gratitud. Sé que Virginia, la responsabl­e de la Residencia, les transmitir­á estas palabras agradecida­s que ojalá nunca me hubiera visto en el trance de escribir. Tuvo suerte Lorenzo López Guijosa, mi padre, de haber encontrado en la Residencia “La Inmaculada” su último hogar.

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