EL DINOSAURIO ESTÁ AQUÍ
UNO de los relatos más breves en lengua española, debido el ingenio de Augusto Monterroso, es este: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Tal microrrelato pudo usarse a propósito de las largas décadas de permanencia del Partido Revolucionario Institucional -se decía que un dinosaurio- en el Gobierno de Méjico. Cierto que la paremiología tiene sentencias variopintas y una concierne a la duración de los males –“No hay mal que cien años dure…”- y a la fragilidad del cuerpo –“…ni cuerpo que lo resista”-. El coronavirus de los desvelos pandémicos tiene poco de dinosaurio, pero sus estragos son bastante más aciagos que los efectos de la aparatosidad de un dinosaurio en cacharrería.
Las vacunas verdad es que procuran ponerlo a raya o, al menos, atenúan las consecuencias de la infección; pero, como el dinosaurio, finalizado el estado de alarma, el virus todavía está aquí. Parece una obviedad decirlo, si bien, precisamente, decir lo obvio importa. Porque la celebración expansiva del fin del estado de alarma -ya puesto en los anaqueles del pasado- rompe las necesarias disposiciones de la prevención. Aunque el perro no ha muerto -otra vez la paremia- ni la ra
Del estado de alarma a las resoluciones judiciales que acoten las expansiones porque el virus sique aquí
bia acaba. Es más, el cuadro -no en este caso clínico- de la situación es bastante confuso, contradictorio e inarmónico, ya que, a falta de coerción, toman protagonismo -seguro que no buscado- las puñetas judiciales. Cuando no la controversia política o la confrontación ideológica abren galimatías y contiendas, de expresiva manifestación pública, que no debieran resultar procedentes. El uso del sublime concepto de libertad, o el del emparentado libertinaje, merecen exégesis más rigurosas para dar razón de los hechos y de las interpretaciones de los mismos a beneficio, o a consecuencia, de la coyuntura. Con la piel de un dinosaurio, tales refriegas no provocarían ni un sarpullido, pero que, en las cámaras parlamentarias o ante las cámaras de televisión, se recree el cervantino patio de Monipodio -picaresca aparte-, más que deleite de los espectadores, produce perplejidad y, en el peor de los casos, seguidismo en trifulcas callejeras.
Del estado de alarma se pasa a la necesidad de unificar resoluciones judiciales, ante la ausencia de ordenamientos específicos que pongan coto a la bullanguera celebración de la marcha de un dinosaurio invisible. Goya acertó con su aguafuerte: “El sueño de la razón produce monstruos”.