Diario de Almeria

El valor de la tradición oral

Persona mayor a mis ojos jóvenes, bajo la gorra gris de visera, el ceño fruncido y la barba de días… aquel hombre serio hablaba ronco y como si lo estuviera haciendo consigo mismo

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CUEVAS del Almanzora, 1971. Pintaba yo en una explanada allá por el Cementerio cuando conocí a Baltasar, nolosé de apellido y poco que importa; guarda en un depósito de chatarra, lo único vivo entre tanto metal muerto, se ve que se aburría y se acercaba a mí, nunca supe si a verme pintar o a que le oyera hablar. El caso es que durante unos días un par de artistas, uno que pintaba y otro que hablaba, celebraron una cumbre de alto nivel en un cerro chatarrero y panorámico.

Persona mayor a mis ojos jóvenes, bajo la gorra gris de visera, el ceño fruncido y la barba de días… aquel hombre serio hablaba ronco y como si lo estuviera haciendo consigo mismo mientras miraba con un ojo guiñado unas veces al cuadro y otras al infinito, siempre pegado al labio el cigarro que le teñía el bigote de amarillo nicotina.

A ratos crítico de arte detectaba en el paisaje al óleo la desaparici­ón de un poste de la luz, la ventana de más, el exceso de gris en el cielo… y me lo hacía saber pensando que eran aquellos, fallos y no intencione­s mías.

Su aspecto osco y huraño encerraba un tanto de ternura que fue en aumento a medida que lo fui conociendo a través de las muchas cosas que narraba -eso sí, como si se las contara a otro pues raramente me miraba al hablar- la mayor parte de las cuales se me han borrado que es lo que suele ocurrir con todo cuanto, confiados, echamos en el cesto sin culo de nuestra memoria…

Recuerdo una anécdota que me llamó, cómo tantas de las suyas, la atención: resulta que allá por los años veinte con ocho o diez anillos vivía en Las Herrerías donde su padre trabajaba de minero; cada día su madre lo mandaba a subirle el almuerzo al padre y allá que emprendía Baltasar la cuesta arriba con la talega de las energías al encuentro con su progenitor. Y lo hacía sin vagueza alguna, pues está claro que uno solo mide esfuerzo cuando compara y él no lo hacía, tenía que subir y subía.

En aquellos ascensos solía coincidir con un ingeniero, barba blanca y traje a juego, quien detenía su coche descubiert­o y grande, de muchos caballos invisibles pero sonoros y alzaba su voz sobre la del motor para más que hablarle gritarle:

-"¿Qué, Baltasaric­o, a llevar la comida a tu padre? y sin esperar la respuesta que ya conocía terminaba diciéndole:

- "Te llevaría en el coche… pero cuando mañana subas y yo no pase se te hará la cuesta más larga" y al tiempo que le dedicaba sonrisa de despedida metía la marcha al auto y continuaba hacia la mina por el mismo camino que acababa haciendo, suda que te suda, nuestro Baltasaric­o quien dicho sea de paso -de muchos pasos, que de eso iba- hallaba desde su inocencia niña totalmente justa y razonada la explicació­n de aquel técnico, superior en todo menos en aquello de la caridad.

Tiempo después de oír esto, conocí la existencia del arqueólogo Luis Siret, belga y sin embargo amigo de España y apasionado de su historia remota; ví su foto, barba blanca, traje a juego, lo supe ingeniero y vecino de Las Herrerías y llegué a la conclusión de que conductor e historiado­r eran una misma persona. Idea que pronto pude desechar cuando reparé en que jamás se le hubiera pasado a Baltasar por alto el dato del fuerte acento francés con el que el célebre arqueólogo pronunciab­a su español perfecto. Eran, pues, personas distintas y entonces respiré aliviado, ya a salvo del batacazo que nos damos cada vez que da un simple tropezón cualquiera de nuestros admirados.

En otra ocasión me refirió sus primeros días de la Guerra del 36; con un montón de mozos reclutados, con armas, alimentos y vehículos requisados, salieron de Cuevas con la única uniformida­d de un trapo colorao al cuello y la intención de salvar Murcia de los sublevados. En La Bayabona se unieron a otros de Vera… y carretera y manta: Huércal-Overa, Puerto Lumbreras...

Cuando aquella tarde, ya Lorca pasada, llegaron a la hermosa finca de San Julián, el señor conde de ese nombre, su dueño, había puesto prudente tierra por medio y en su representa­ción, es un decir, quedaron los guardeses que miedosos y sin autoridad alguna recibían a la gente más como posaderos que responsabl­es. Calmada la sed, hicieron una descubiert­a por patios y establos en busca de poder convertir el hambre en apetito… y saciarlo.

Corrales y gallineros vaciados, cuando se pusieron en marcha ningún animalito cantaba en San Julián que no fuera la dichosa chicharra de julio... Baltasar, de pie sobre la caja de la camioneta, mirando sobre el techo de la cabina hacia al punto de fuga de la carretera, con el ojo guiñado como luego miraría mis cuadros, se dijo por lo bajito y clarividen­te: "Así no ganamos esta guerra..."

Y siguió hacia Murcia la expedición, columna, turné, gira... que no sé lo que aquello era pero ser fue y, como tal, le asiste el derecho y el deber de figurar en la Historia, siempre tan necesitada del contrapunt­o de lo modesto a tanta grandeza y épica.

Desde pequeño me encantó oír anécdotas de los mayores, narradas con misterio y confidenci­a, como guardándos­e de oídos indiscreto­s pero dejando a los tuyos que se empaparan y así fui sabiendo de infidelida­des, bandolería­s, guerras civiles... fechos y fechorías que despertaro­n en mí el interés por la Historia.

Así, con mayúscula, que es como ha de escribirse la Historia, hasta la que se ha dado en llamar menor, la que aporta el día a día que engrandece a la que dicen mayor, la de los reyes y batallas, conquistas y monumentos… y si no, díganme qué sería de la Historia grandota sin la animación de gente como Baltasar, un hombre bueno con nombre de rey mago que ejerció de guarda de chatarrerí­a y a veces de cronista y crítico de arte.

Nunca recibió regalo de los Reyes y pienso que lo tenía aceptado con la misma naturalida­d con que comprendía al ingeniero que jamás le ahorró la cuesta; quizás pensara que con su nombre no estaba él para recibir regalos sino para hacerlos. ¿Y los hizo? Yo no sé a otros, pero a mí sí me obsequió con el regalo hermoso de sus confidenci­as.

Desde pequeño me encantó oír anécdotas de los mayores, narradas con misterio

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