¿NIÑOS, NIÑAS, NIÑES, A COMER!
ALLÍ estaban los dos, tumbados sobre el parquet, absortos en sus juegos. La casa era pequeña, minimalista, todo blanco: Ikea en estado puro. Sin embargo, y a pesar de todo, era inmensamente feliz. Trabajó duro hasta acabar sus estudios universitarios, graduándose en dirección de empresas, aunque pronto pudo comprobar que vivía en un país en el que las empresas las dirige quien pone la pasta, así que aceptó un puesto de jefa de sección en un Centro comercial en el que trabajaba a turnos. Su marido, ante la disyuntiva de tener hijos y la incompatibilidad de conciliar la vida familiar con la actividad laboral, buscó trabajo como vigilante nocturno en un polígono industrial situado en las afueras de la ciudad. Su vida no era un cuento de hadas, y sin duda sería mejorable, pero cuando miraba a los tres, su corazón se derretía. Pensaba en lo lejos que se encontraba de sus sueños de adolescente, y sin embargo: ¡tan cerca del cielo!. Estaba harta de los discursos vacuos, de los enfrentamientos, de la falsa guerra de sexos, con los que una y otra vez bombardeaban a los ciudadanos muchos de los voceros cuya profesión era crear opinión pública. Se preguntaba cuál sería para esas personas tan alejadas de la realidad, el significado de la palabra “igualdad”. ¿Igualdad en las con
diciones laborales?, ¿En los salarios?, ¿En la formación?, ¿Acaso era simplemente, cuestión de utilizar el femenino, el masculino y el neutro, haciendo frases interminables que acababan por carecer de sentido? Sus padres, de los que siempre se sintió orgullosa, le animaron a estudiar, a ser independiente y culta, algo que solo había conseguido parcialmente, porque la verdadera barrera de desigualdad estaba en la precariedad: la precariedad laboral, y su consecuencia: la precariedad económica. Decenas de personas departían diariamente en tertulias de sobremesa, que se extendían más allá del decorado mediático, hasta la
más profunda intimidad de los hogares, acerca de teorías académicas sobre la igualdad, la discriminación, etc… mientras ella echaba de menos medidas tan sencillas como jornadas laborales flexibles, permisos retribuidos de mayor duración para amamantar a sus hijos, o prestaciones económicas por cuidado de hijos menores de dos años, como sabía que estaban establecidas en otros países, en los que se hablaba menos y se resolvía más. Encendió la radio, dispuesta a volver al mundo real, mientras los niños se afanaban en darle de comer a su perrito de peluche, dado que uno de verdad no tenía cabida en su mínimo hogar. Unas mujeres, de las que jamás tuvieron que ganarse el pan con el sudor de su frente, se quejaban, con gran verborrea, de haber sido discriminadas, porque a su juicio, no se las había dejado seguir jugando en la cancha masculina del poder al que llevaban encaramadas desde que tenían uso de razón. Se levantó defraudada: ¡niños, niñas, niñes, a cenar!
Estaba harta de los discursos vacuos, de los enfrentamientos, de la falsa guerra de sexos