Diario de Almeria

Carros, paz y justicia

● El envío de tanques no cambiará el curso de la guerra, pero contribuye a dejar claro a Rusia que las potencias occidental­es respaldan a Zelenski

- JUAN RODRÍGUEZ GARAT Almirante en la reserva

DESPUÉS de resistir durante semanas la presión de los aliados más comprometi­dos con la causa de Ucrania, tanto el canciller alemán como el presidente de los EEUU han dado un importante paso por el que nadie habría apostado hace sólo unos meses: la entrega de modernos carros de combate occidental­es al ejército ucraniano.

¿Por qué ahora? Después de los éxitos militares de las tropas de Zelenski en el pasado otoño, la situación en el largo frente en el que combaten rusos y ucranianos parece estancada. Unos y otros se desangran en un forcejeo estéril, en el que cada metro ganado o perdido cuesta incontable­s vidas.

Es esta una situación que favorece a Rusia, que todavía dispone de ingentes cantidades de armamento y ha encontrado en sus prisiones decenas de miles de hombres para nutrir la compañía Wagner, carne de cañón que alimenta la hoguera de la guerra con un coste social muy reducido.

Así, pueblo a pueblo, la extraña amalgama de soldados rusos, voluntario­s chechenos, reservista­s recién movilizado­s, milicianos de las repúblicas independen­tistas y mercenario­s de la Wagner, apoyada por el intenso fuego de la artillería heredada de la Unión Soviética, consigue avanzar lentamente, de forma apenas perceptibl­e sobre el terreno, pero bien visible en los telediario­s, donde se presenta magnificad­a por la lupa de la propaganda del Kremlin.

En la carrera de fondo en la que se ha convertido esta guerra, las victorias, por pequeñas que sean, sirven para dar aliento a los corredores. Y nosotros no podemos olvidar que, aunque lejos del frente, los españoles, integrados en una UE más cohesionad­a de lo que nunca habríamos pensado, corremos por Ucrania. No porque tengamos nada contra Rusia o su cultura –cómo le gusta decir a un Kremlin que, siendo el agresor, juega al victimismo– sino por algo tan obvio como es el hecho de que Putin, como el niño abusón en el patio del colegio, ha recurrido a la fuerza para arrebatarl­e a Ucrania lo que es suyo: un territorio cuyas fronteras acordó precisamen­te con Rusia en 1994. Y no lo ha hecho una vez, sino dos: en 2014 y en 2022.

Pensando en nosotros y en los pueblos que, como el nuestro, apoyan la causa ucraniana, el Kremlin ha intentado sacar partido de las pequeñas victorias de las últimas semanas para convencern­os de que la victoria rusa es inevitable. En una campaña de desinforma­ción cuyos orígenes pueden rastrearse hasta Moscú, han sonado numerosas voces asegurando que ya estamos cansados de la guerra, que nuestros arsenales están vacíos y que, perdida la fe en la victoria, vamos a presionar a Zelenski para que ceda territorio. En definitiva, que vamos a sacrificar la justicia por una paz que, como todas las que benefician al agresor, no puede menos que ser precaria.

La decisión de entregar los carros, aunque sea en una fecha todavía lejana –los cálculos más optimistas indican que los blindados tardarán al menos dos meses en llegar a los frentes– ha acallado todas esas voces. Los lideres occidental­es han mostrado sus cartas a Putin: no quieren escalar el conflicto, pero tampoco se van a echar atrás.

Así pues, los blindados Leopard 2, Abrams y Challenger 2, como el mismísimo Cid Campeador de nuestra historia, no han necesitado entrar en combate para jugar ya un papel en la guerra, aunque solo sea en lo que los militares llamamos el dominio de la informació­n. Su llegada a Ucrania confirma a Moscú que no habrá concesione­s.

Queda por dirimir, sin embargo, la otra cara de la moneda: ¿de verdad cambiarán la situación sobre el terreno? Segurament­e, no. Con las cifras que se barajan, que por el momento no van mucho más allá de un centenar de blindados, de tres modelos muy diferentes –el carro británico ni siquiera emplea la misma munición– el valor militar de la decisión es muy limitado.

Para el Ejército ucraniano, es demasiado poco, demasiado tarde y demasiado difícil de apoyar logísticam­ente. El propio Zelenski, más que aplaudir la decisión de Scholz, ha pasado ya a pedir los aviones y los cohetes que necesita para que los carros de combate que están por llegar puedan combatir en un escenario táctico más favorable.

Si se quiere modificar el actual equilibrio de fuerzas, hacen falta muchos más carros. Y helicópter­os, aviones de combate, drones más sofisticad­os que los cedidos hasta ahora y cohetes de mayor alcance. Y aun así, aunque recibiera todos esos sistemas, lo más probable es que el reforzado poderío militar ucraniano, como le ha ocurrido al ruso, se estrellara en torno a las grandes ciudades del Donbás. Todavía más lejana parece la recuperaci­ón de una Crimea arrebatada ilegalment­e, pero que, aunque la comunidad internacio­nal no haya reconocido la anexión, lleva ocho años viviendo como rusa.

Si la llegada de los primeros carros no va a ser decisiva; y si, por otra parte, nadie cree en las poco coherentes amenazas rusas que, dependiend­o del día y de la hora, van desde la certeza de destruir los blindados occidental­es con insultante facilidad a la amenaza se desatar una guerra nuclear, ¿por qué, entonces, tantas vacilacion­es? ¿Por qué la duda de Alemania? ¿Por qué la cicatería de los EEUU, que apenas ofrece 31 de sus millares de carros de combate?

Hay muchas posibles respuestas para estas preguntas. Algunas, desde luego, en clave de la política interna de esos países, lo cual no quiere decir que necesariam­ente estén equivocada­s. Tanto Maquiavelo como Clausewitz han señalado acertadame­nte que los líderes de las naciones no deben acometer causas que no encuentren apoyo en su población, porque están destinadas a fracasar. Y esta realidad limita también la libertad de acción del Gobierno de España que, por ser fiel a sus compromiso­s con los aliados, se ve obligado a tomar medidas que no todos sus ministros querrían apoyar.

Si dejamos las luchas de partido para los politólogo­s y nos centramos en el terreno de las cuestiones de estado, la decisión no se hace más sencilla. Ucrania se juega la existencia en esta guerra. Si es derrotada, todas sus ciudades podrían ser Bucha, alentados los criminales por la inmunidad otorgada por Moscú. Si Zelenski cede, todos sus ciudadanos vivirían la experienci­a de los campos de filtración, las deportacio­nes y, en casos extremos, la tortura y la muerte.

Rusia, por su parte, no se juega mucho más que su prestigio, y esta es una batalla que ya ha perdido. Pero Putin, su autocrátic­o líder, ha apostado en esta guerra su futuro político y el de su régimen y, sabiendo lo que le ocurrió a Milosevic, Sadam Husein o Gadafi, no dará su brazo a torcer.

Todo apunta, pues, a una guerra larga, que no tiene solución militar ni política, y que solo puede terminar cuando, dentro de algunos años, caiga el régimen que la ha provocado. Esa es, al menos, mi interpreta­ción personal, que el lector interesado podría encontrar más detallada en la página de YouTube de la Armada, en una conferenci­a que, significat­ivamente, lleva por título “tablas sin gloria”.

¿Nos interesa a España y a nuestros aliados alimentar esta contienda con nuestros carros de combate? Para responder a esta pregunta hay que analizar el problema en dos dimensione­s bien diferentes. La primera de ellas, centrada en los fríos principios de la geoestrate­gia, nos presenta la guerra como una oportunida­d para el occidente colectivo, liderado por los EEUU, de desangrar a un rival estratégic­o sin derramar una gota de sangre propia. En esencia, se trataría de aprovechar el paso en falso de Putin para debilitar a Rusia, tradiciona­l antagonist­a a pesar de los esfuerzos hechos por ambas partes para mejorar las relaciones mientras Yeltsin estuvo en el poder.

Sin negar esa realidad, hay otra dimensión mucho menos egoísta.

Los análisis apuntan a un conflicto largo aunque tendrá cambios en el campo de batalla

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EFE Imagen de un tanque Leopard 2, de fabricació­n alemana.
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