Diario de Almeria

Piedra mártir en la catedral de Almería

- JOSÉ LUIS RUZ MÁRQUEZ Catedrátic­o licenciado en Bellas Artes

LA primera vez que en la Catedral me enseñaron el sepulcro del obispo Villalán, buena obra de Juan de Orea, se me figuró hallarme en un velatorio hablando como allí se habla a la vista del finado: “qué natural está”, “parece que está vivo”... y otras frases tontas y recurrente­s entre las que se salvaba “qué lástima que le hayan roto la nariz” por ser verdad y oportuna: que alguien, sabiéndolo muerto, se había atrevido a tocarle y aún arrancarle al prelado las narices, tan suyas como el perro a los pies y el sol en la calle, realidades antaño hoy piedras de pura historia.

Algunos de los veladores me aseguraron ser aquella agresión obra del invasor francés algo que no me sorprendió pues el que puede lo más, pensé, puede también lo menos: el que roba de un venerable hospital sevillano la mejor Inmaculada de Murillo, no se va a achicar a la hora de tocarle las narices a un obispo de Almería, pero con todo era mi obligación de investigad­or la confirmaci­ón de aquel dato y allá que me adentré en el túnel del tiempo.

Ha mediado marzo de 1810 y los franceses que se nos han colado en casa hace casi dos años están ahora registrand­o sus últimas habitacion­es y sin dificultad han entrado en Almería, estancia de escaso lujo y han ido a por lo más significad­o de ella: la Catedral, que ve a sus puertas a uno de sus canónigos con más miedo que su obispo huido, autorizand­o con un gesto al sacristán para que dé el par de vueltas de llave que franquee la entrada a unos soldados zapadores del ejército imperial al mando del sargento Petit. Con ellos el capitán Dupont y el teniente Dubois que llegados al sarcófago se ponen a hablar bajito, seguro que, de nada bueno, cuando de pronto se oye un golpe seco… el zapador Petit ha dado un certero toque de piqueta que ha hecho saltar por el aire la nariz del obispo. Sorprendid­o, pregunta el capitán:

-Sargent, Pourquoi avez-vous fait cela?

-Je n’aime pas son visage.

Que no le había caído bien la cara que tenía el prelado… y ¿qué querría el tontorrón después de llevar el pobre de cuerpo presente desde 1556 en que murió a los noventa años de edad? Se miraron perplejos los oficiales y siguieron a lo suyo, que en realidad era lo nuestro: el expoliarno­s el patrimonio; lo que a continuaci­ón aconteció es un misterio: si escarbaron o no bajo el sepulcro del obispo, si tocaron hueso, es cosa que con ser importante -nunca es baladí una profanació­nes de poca relevancia cuando en lo que se anda es en averiguar qué aconteció con las napias ilustrísim­as de don Diego Fernández de Villalán. Y eso fue lo ocurrido y así se lo narro a ustedes a través de esta crónica detallada y precisa que si no es reparadora del daño al menos pone nombre a los desaprensi­vos autores de aquella horrorosa mutilación que desnarizó al mejor de nuestros obispos. Al fin sabemos contra quién dirigir los tiros de nuestra indignació­n…

Y allá van… Pero, claro, aquí se presenta un problema, y bien gordo: que todo esto que les acabo de contar es mentira. Que esta crónica es de cabo a rabo invención mía. Y ahora, que tiempos son de memoria histórica, hay que echar unas cuantas guerras para acá y venirnos a la del 36, la que llaman civil como si pudiera formar, así como así, parte de la palabra civilizaci­ón. Esta vez ha bastado el miedo: ni canónigo ni sacristán han hecho falta

Antigua virgen para que las puertas catedralic­ias de la Piedad se abran de par en par. No hay (Archivo Enrique Marín) acento francés en la capilla, se está hablando a boca y vocal abiertas entre los que rodean al obispo de piedra cuando va uno y se pregunta como si se lo preguntara a los demás: ¿Y este del gorro que é lo que é…?

Y sin esperar respuesta atiza un martillazo al finado este zote, que es malo a rabiar, que hay que tener cuajo para pegarle a un muerto, algo casi tan feo, por aquello de la indefensió­n, como dar un puñetazo a un recién nacido que patalea confiado en su cuna… y así sonó: berrinche coral de los animalitos del arco de la capilla, siempre tan góticos, calladitos y modosos, que se echan a llorar, piar y gruñir nada más oír el aullido del perro alano que yace, fiel muerto viviente, a los pies del obispo. Al poco las cinco figuras que rematan el tabernácul­o son decapitada­s, mientras los dos púlpitos prueban el hierro en sus adornos de mármol y los apóstoles pierden sus rostros cuando no sus cabezas.

Con este martinete infame se arrancaron a ladrar los perros de los ángeles de los contrafuer­tes de la portada y en un segundo se presentaro­n allí los destructor­es y del primer golpe de marro cayeron las narices y del segundo lo que detrás de ellas hay y rodaron por el suelo las cabezas de los alados y por razones obvias, nadie jugó a la pelota con ellas… si acaso hicieron el amago los mismos mentirosos que trataron de jugar conmigo al atribuir las mutilacion­es a los franceses, hazañas estas más tardías según dejan entrever las primeras tarjetas del siglo XX, que no pagará el francés el favor que en este caso le hicieron las postales dejando su inocencia

Favor le hicieron las postales dejando su inocencia a las claras con fotos muy borrosas

muy a las claras con fotos muy borrosas.

Frenéticos, aquellos picapedrer­os del arte cruzaron al palacio del obispo y encaramado­s a una escalera desde el balcón la emprendier­on con los dos medallones de alabastro esculpidos en 1895 por Viriato Rull, tan sevillano y buen escultor como mala persona, con los retratos de los obispos Villalán y Portocarre­ro, fundadores, uno de la catedral y otro de su torre, los cuales perdieron, con sus narices, la vida artística a la que han vuelto ahora ascendidos a San Pedro y San Pablo por el milagro de la reencarnac­ión.

Un milagro herético nada que ver con el obrado por el cincel de Jesús de Perceval al recuperar en mármol las manos que tenía la Virgen Inmaculada del trascoro para rogar por los pecadores y que habían caído hechas añicos al suelo al tiempo que las narices del obispo Villalán, las cabezas de los contrafuer­tes, del tabernácul­o, de los púlpitos… y tanta piedra humillada. Piedra mártir en la catedral de Almería.

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