Los recordatorios de Primera Comunión
⬤ La evolución de las estampas conmemorativas ha ido en consonancia con la magnificación social y lúdica de la celebración religiosa
TRADICIONALMENTE, las fechas existentes entre la festividad de Nuestra Señora de Fátima -este fin de semana, sin ir más lejos- y el Corpus han sido las elegidas por colegios y parroquias de la provincia para celebrar las primeras comuniones de niños y niñas. La pandemia alteró esa costumbre y llevamos dos cursos académicos con celebraciones religiosas en octubre o abril. Todo cambia, como ya se alteró la modesta celebración familiar con chocolate, pasteles y churros de los años sesenta por unos ágapes y unas fiestas carísimas que nada tienen que envidiar a una boda de alto copete.
Una evolución similar ha experimentado el uso del recordatorio de Primera Comunión. Es, quizás, lo que más perdura entre los invitados porque se conserva, se usa de marca páginas en los libros de lectura, se añade al álbum de fotos familiar o, directamente, se guarda en un cajón durante años y cuando aparecen nos quedamos boquiabiertos exclamando “¡madre mía cuánto tiempo ha pasado ya”!
A mediados del pasado siglo, los recordatorios eran de cartulina blanca, sobrios, con dibujos a color vinculados al Cristianismo y con apenas el nombre de la criatura, la fecha y el lugar de la ceremonia impresos. Los padres los encargaban en las papelerías e imprentas de Almería, eligiendo entre un inmenso catálogo de las marcas nacionales que los distribuían.
Años después, a finales de los setenta, los recordatorios se convirtieron en una especie de librillo donde aparecía la imagen del niño o la niña vestidos de Comunión, en unas instantáneas que previamente se habían hecho en un estudio fotográfico, no sin antes peinarse y repeinarse ante un espejo. La moda fue tan brutal que algunas tiendas, como “Jorge” en la calle Reyes Católicos, regalaban a los chiquillos una cámara “Kodak Instamatick 25” si encargaban allí sus recordatorios. Hablamos de 1978, año en el que el obispo de la diócesis, Manuel Casares Hervás (1917-1990), alertó a los padres y madres que las Comuniones estaban evolucionando a “una feria de vanidades cuya víctima es el niño” y en una carga económica “que no está ni de acuerdo con vuestra economía ni con el espíritu del Evangelio”.
Aun así, el recordatorio evolucionó en los ochenta para llevar impreso el texto del evento escrito por el propio menor. Para ello, era necesario que éste lo redactara con buena letra en un papel blanco, encargar en un taller tipográfico el cliché con las frases y después mandarlo a imprimir; era personal y entrañable, pero más costoso. En más de una ocasión se coló alguna falta de ortografía o la ausencia de alguna tilde. Pero se entendía.
De ahí pasamos a los recordatorios con un dibujo-retrato del protagonista y algún elemento vinculado a su corta vida: un muñeco, su mascota, un juguete, una flor. Desaparecieron el cáliz, la cruz y el resto de figuras religiosas de antaño. Ya no eran del tamaño de marca páginas sino de formatos, gramajes y colores muy diversos. Las nuevas técnicas de impresión abarataron el producto.
Ahora, y es respetable, cada familia diseña su recordatorio como quiere, muchas veces con ausencia de los símbolos cristianos y más próximos a Disney. Lejos quedan aquellos consejos de la revista “Esclava y Reina”, cuando en enero de 1921 recomendaba así a los padres sobre el diseño y la calidad del preciado bien: “Todo recordatorio de Primera Comunión ha de reunir condiciones especiales de belleza y unión religiosa, afín de que los niños lo conserven siempre como recuerdo del día más feliz de su vida. Para conseguir este objeto no sirven, en nuestro sentir, esos cromos abigarrados y de ejecución deficiente que con poco acierto se ponen en manos de los pequeños”.
También se ha perdido la costumbre de publicar en los periódicos locales breves reseñas como las de hace un siglo: tal chiquillo o la hija de un conocido empresario uvero o minero ha hecho la Primera Comunión, “inmersa en un gozo indescriptible”. Con esas noticias se reflejaba a la perfección la sociedad almeriense de cada época. Antes de la Guerra Civil suponía una referencia obligada si el padre del protagonista era empresario, político o terrateniente.
El 14 de junio de 1929, “La Crónica Meridional” publicaba esta reseña que ejemplifica el estilo periodístico de la época: “La gentil niña Carmencita Garzolini Acosta, hija de nuestro buen amigo el cónsul de Italia don Adelchi Garzolini Lechner y de doña María Acosta, recibió ayer mañana la Primera Comunión en la iglesia de la Sagrada Familia. El altar mayor estaba exornado con multitud de plantas y flores. Asistieron al acto sus padres, abuelos y demás familiares que juntamente con la neófita recibieron la Sagrada Forma. Los asistentes al acto fueron obsequiados espléndidamente y, por la tarde, rodeada de sus amiguitas, en la cercana huerta de San Antonio, estuvieron repartiendo juguetes a las niñas pobres. Enviamos nuestra enhorabuena a padres y abuelos”. Sin duda, el poderío social de Adelchi Garzolini Lechner (18851980), que era arquitecto, artista pictórico, diplomático y director de las salinas de Cabo de Gata y Roquetas, permitió esa extensa y rococó nota de prensa.
Otro ejemplo es la reseña publicada en el diario “La Independencia” en julio de 1935: “En la iglesia de la Compañía de María hicieron el domingo su Primera Comunión los encantadores niños Emilito y Mariquita Carnevali Rodríguez, hijos del ingeniero don Emilio Carnevali y Martínez Illescas, nuestro distinguido amigo. Con los niños comulgaron también sus familiares. Sea enhorabuena”.
Este periódico católico sí solía informar de las primeras comuniones de los centros educativos religiosos de la capital, como en junio de 1935: “El día del Corpus se celebró en la capilla del colegio de Nuestra Señora del Milagro, dirigido por las R. Hermanas de la Caridad, la Primera Comunión de las niñas de las clases de San José y San Vicente, que en gran número se acercaron a la Sagrada Mesa. Celebró la Santa Misa, pronunciando fervorosa plática el Rvdo. don Pedro Martín Abad, beneficiado primer organista de la Santa Iglesia Catedral, cantando preciosos motetes las alumnas del referido colegio.”
Después de la Guerra Civil, las reseñas de las primeras comuniones se mezclaban entre los descendientes de familias pudientes o de rango social y las generalistas, que eran pomposas y barrocas. Un ejemplo, ésta de la Compañía de María del 16 de mayo de 1945: “Llenan las naves del templo las colegialas y sus familiares en crecido número; preside en el altar la Inmaculada en un bosque de azucenas al pie, en reclinatorios cubiertos de flores, y envueltas en velos blancos, como sus almas, el grupo de niñas que van a recibir a Jesús por vez primera: Ida Garnica, Lolita Artés, Mari Paz Esteban, Elvira García. Anita Monterreal, Loli Fernández y Josefina Martínez. Las melodías delicadas de la música recogen el alma y los cantos religiosos interpretados con gusto y dulzura renuevan el espíritu”.
Más tarde, desde mitad del XX, protagonizaron las informaciones grupos completos del alumnado de tal o cual colegio o parroquia, destacándose más el nombre del sacerdote, el centro educativo o la iglesia que los propios menores. A finales del siglo pasado, la prensa optó por resaltar la imagen del niño o la niña vestidos con el traje de Primera Comunión, el nombre del fotógrafo que había retratado el acto y la gran fiesta organizada en tal o cual restaurante. Casi un publirreportaje, vamos.
La evolución periodística de esta información de sociedad ha llegado, casi, a su expiración. Ahora, quienes toman la Primera Comunión disfrutan de regalos valiosísimos, fiestas con monitores y camas elásticas, camareros con pajarita que sirven menús sabrosísimos y viajes al extranjero. Pero no salen en el periódico.