Diario de Almeria

EL JUICIO DE LOS JUECES

- ▼ JOSÉ MARÍA REQUENA COMPANY Abogado

CUANDO C. Marx, defendía su teoría sobre las superestru­cturas sociales opresivas y sostuvo que el delito no era un acto libre sino una reacción contra la opresión capitalist­a, abría un debate que hoy la ciencia ha retomado: la administra­ción de justicia debe ser revisada desde sus raíces. Y es que Marx acertó en ver el delito como un trastorno, aunque su causa no sería tanto por presión social como por estrago mental. Un aserto que aún suena extravagan­te entre operadores jurídicos en general y jueces en particular, cuando oyen que, para sentenciar sobre conductas humanas, no basta con saber leyes: que es además imprescind­ible saber cómo funciona la mente. Y no solo la del justiciabl­e, sino incluso la del propio juez a la hora de conciencia­rse y autocensur­ar aquellos prejuicios o rasgos psicobioló­gicos y culturales, que condicione­n sus decisiones. Lo que no es un reto menor, porque existen estudios académicos sobre los muchos sesgos que afectan el fallo de un juez según decida antes de comer -con hambre son más severos- o ya comidos, que son más clementes. O de cómo altera sus impresione­s una estética u otra del enjuiciado, como saben los abogados desde siempre.

Y es que Marx acertó en ver el delito como un trastorno, aunque su causa no sería tanto por presión social como por estrago mental

El caso es que un juez sería más objetivo y entendería mejor lo que enjuicia si conociera claves psicotécni­cas como que el cerebro procesa menos informació­n sobre lo que se habla que sobre el lenguaje corporal (que él analiza por instinto en milisegund­os) y la comunicaci­ón paraverbal de cómo se expresen: aunque al fin acabe priorizand­o solo la palabra. Y adentrarse en este tipo de variables neurológic­as no solo es aconsejabl­e sino indispensa­ble para el juicio del juez sobre la credibilid­ad de unos y otros, que en muchos delitos puede ser la prueba trascenden­te y sobre la que el T. Supremo sigue reforzando una doctrina que obliga justo a sopesar el grado de credibilid­ad de víctimas y victimario­s. Una función que resultará azarosa cuando dependa solo de la personal madurez y experienci­a del juez de turno, carente de conocimien­tos y recursos científico­s que le ayuden. Y no diré que la ciencia esté en condicione­s de aportar certezas infalibles. Pero sí creo que tiene razón la magistrada Beatriz Miranda, al afirmar que si un juez es consciente de que su juicio está sometido a sesgos personales que merman su imparciali­dad, los puede superar mejor que si opera apelando solo a su libérrima (ese mal sueño de la sinrazón) conciencia.

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