LA ESPAÑA INDELEBLE
SITIADO por los soldados, José María Hinojosa Cobacho, el Tempranillo, se dispuso a contemplar la Serranía de Ronda por última vez, antes de abandonar esta vida. Para su sorpresa, el oficial al mando se dirigió muy cortésmente hacia él. Tras hacerle una cumplida reverencia, le rogó que ingresara en una carroza. Tenía orden de escoltarlo hasta el Palacio Real. Al pie de la escalinata de entrada lo esperaba el mismísimo Fernando VII. Un Tempranillo casi imberbe y montaraz apenas si fue capaz de balbucear algo. Miró desconfiado a su alrededor. Pero se calmó cuando el monarca lo tomó afablemente del brazo y lo condujo al interior. Después de asearse y estrenar ropa, fue conducido a un salón privado junto al soberano. Allí descubrieron que ambos eran apasionados de la tauromaquia, muy diestros en colar monedas de 10 céntimos por el sapo voraz y también en hacer volar sus peonzas por cualquier sitio. Ese fue el inicio de una larga amistad. Aquella misma tarde, después de la siesta, Fernando VII puso a José María al frente del Ministerio de Gracia y Justicia. En ese puesto permaneció, fiel a su soberano y amigo, hasta que falleció el 23 de septiembre de 1833, seis días antes que el monarca. Todas
Con alguna excepción, los gobernantes de las monarquías han configurado una sucesión de personajes poco edificantes
sus supuestas andanzas serranas son mitología, fruto de la maledicencia popular, siempre tan inclinada a vilipendiar a los servidores del país.
Por lo demás, tampoco fue la única balandronada de un monarca que empezó siendo El Deseado y terminó convertido en El Felón. Su preceptor, Juan Escóiquiz, un clérigo tan culto y políglota como taimado, solía colocarle orejas de burro cuando su madre, la reina María Luisa, se despistaba, ocupada en las prolongadas audiencias que concedía a Godoy. Fernando, desde luego, no iba a ser el primer memo que calzase la corona de España. Pero sí que llegó a un punto culminante que, además, inició una tradición hasta hoy casi ininterrumpida. Con alguna esporádica excepción, los gobernantes de las monarquías españolas han configurado una sucesión de personajes poco edificantes, oportunistas, tramposos de pelaje diverso, pícaros altivos y vendedores de humo. Un panorama desolador.
Por eso, la decisión de poner al frente del gobierno a un muñeco de madera con nariz larga pareció una solución cuando menos ingeniosa. Claro, nada de ello garantizaba que fuese definitivamente efectiva y, sobre todo, edificante. De momento, después de lo de la amnistía, no tiene buena pinta.