Diario de Almeria

POR LAS CALLES DEL CASCO HISTÓRICO

- IGNACIO ORTEGA ignacio.ortegac@gmail.com

ME lo advertía el médico de familia que, con el paso de los años, me aferro a las arenas movedizas de la ingravidez puedo quedar atrapado en ellas y pudrirme en un rincón del sofá de casa entre paredes gastadas y telarañas calientes. De ahí que un día le sugiriera a este cuerpo pequeño burgués un paseo por las calles nobles del centro, por tal de cansarlo e ilusionarl­o. Cansancio e ilusión, dos cosas que desgastan mucho a cierta edad. Así que me propuse recorrer ese barrio al que hace tiempo he olvidado, harto de la tiránica dejadez municipal a que ha sido sometido. Salgo a la calle casi sin pensamient­o, flotando en la inmensa potencia vacía de este centro histórico que transito por entre calles que reclaman ser “memoriadas” de personajes como Josefa Masegosa, Miguel Cantón Checa, Mª Luisa Balaguer o Amalia López Cabrera.

Es primavera de ramos de este incierto marzo y, para mi asombro, llueve sobre la ciudad una lluvia que se descuelga de un cielo lácteo calimoso, tímidament­e, pero lo suficiente para formar riachuelos de chocolate que remueve todo por donde pasa hasta descubrir la dejadez municipal. Pero la lluvia de Almería,

La edad aún me permite subir hasta la Cueva de Campsa, que recuerda las cicatrices que sufrió la ciudad durante la guerra civil

al cabo de un rato, se convierte en un recuerdo. Sigo caminando por entre las charcas que deja hasta llegar a la Avenida del Mar, una barrera psicológic­a que separa Almería de La Chanca, como si los de más allá de la ciudad y los de acá no se conocieran. Subo la escalinata hasta la iglesia de San Roque que trazara Trinidad Cuartara y me asomo a contemplar el puerto que un día dio vida al barrio, y al siguiente lo mató. La edad aún me permite subir hasta la Cueva de Campsa, que recuerda las cicatrices que sufrió la ciudad durante la guerra civil, pero está cerrada, enredada también entre los olvidos del consistori­o y la basura que allí se acumula. Más arriba, en el Barranco del Caballar enciendo el candil de Diógenes, no para buscar la verdad como el griego de Sinope, sino para alumbrar la irracional­idad de los que mantienen aquel basurero. Y, sin ninguna pena que adorar, descubro un club de música y copas al lado del hotel Catedral, Palo Santo Club reza el cartel, donde me refugio otra vez de la lluvia y, para reconcilia­rme con mi cuerpo me acodo en la barra y me engolfo con un gintónic incapaz ya de apurar! un vagido de la edad!, pero quedo atrapado por la música hasta la madrugada.

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