Luz de Trento
Con ocasión del cuarto centenario de Murillo han visto la luz numerosos estudios y compendios, entre los que cabría citar, sin ánimo de ser exhaustivos: Murillo y las metáforas de la imagen de Benito Navarrete, Corpus Murillo de
Pablo Hereza, el volumen Murillo
fecit, obra de varios autores, La escuela de Murillo de Enrique Valdivieso, así como la reedición de La fortuna de Murillo, de García Felguera. A dicha progenie viene a añadirse este Murillo en la Catedral de Sevilla, firmado por los profesores Juan Miguel González Gómez y Jesús Rojas-Marcos González, donde se pretende fijar no sólo la actual vinculación del templo con las obras del pintor, sino también la azarosa relación histórica que, de un modo u otro, han guardado ambos desde mediados del XVII.
En este sentido, conviene recordar que fue el arcediano de la Catedral quien en 1655 pide permiso al cabildo para colgar a su costa dos obras de Murillo –el San Isidoro y el San Leandro, hoy en la Sacristía Mayor–. A partir de ahí, y siempre siguiendo a Angulo Íñiguez, vendría su aparatoso y soberbio San Antonio de Padua, destinado a presidir el baptisterio, así como El Ángel de la Guarda o los extraordinarios tondos en madera de la Sala Capitular. Queda clara, en cualquier caso, la naturaleza religiosa, trentina, de gran parte de la pintura murillesca, y su estrecha vinculación con la Sevilla crepuscular, azotada por la peste, que conoció
Murillo. Una pintura, por ello mismo, compasiva y humanísima, muy lejos de la compunción y el vértigo de Valdés Leal, y en la que es fácil señalar su estrecha relación con la literatura del siglo anterior. Concretamente, con el Lázaro de Tormes que alumbra y destaca, sobre la oscuridad de su época, la af ligida existencia del pícaro. Con lo cual, si Murillo fue “luz de Trento”, no quiso ser ni “martillo de herejes” ni “espada de Roma”. La sobrecogedora cordialidad de Murillo, aquella que lo condenaría al olvido, viene movida por la compasión, no por la culpa y el arrepentimiento.