DEMOCRACIA Y DEMÓCRATAS
Parece que esta semana los Estados Unidos de América se han liberado parcialmente de la pesadilla Trump. Lo celebro. Lo celebro por mis amigos norteamericanos cultos y bien educados: James (Jim), Roger, John… Y me acuerdo inevitablemente de Noam Chomsky, cuya “Introducción a la Teoría de la Sintaxis” me fue proporcionada precisamente por Jim cuando aquí ni sonaba. Luego he seguido atentamente su obra lingüística y política. También lo celebro por él.
Nunca he sido ni seré antiamericano, porque respeto y aprecio la cultura de ese enorme país. Ahora mismo tengo sobre mi mesa la trilogía de John Dos Passos, me gusta Steinbeck, creo que el Ignatius Relly de John Kennedy Toole ha marcado a toda mi generación y que John Irving es uno de los novelistas más importantes del pasado siglo. He puesto en escena alguna obra de Edward Albee y sigo apegado al cine de John Huston, Billy Wilder y hasta de Woody Allen. Por cierto: cuando escribo de narrativa de Estados Unidos tengo que rendir tributo a mi amigo Fernando Morán, con quien aprendí más del asunto que en todos mis años de Universidad. Divagación al canto: Me sigue indignando que algunos pseudo-cultos del PSOE se tomaran a cachondeo y hasta odiasen a Fernando. Si la envidia fuera tiña…
Ya he divagado y me he quedado más tranquilo. El caso es que la entrada en crisis de la democracia U.S.A ha conmocionado al mundo. Particularmente porque los sucesivos Gobiernos han ido vendiendo, casi con éxito, su democracia como la más puntera y ejemplar de todas las existentes; incluso se han permitido hacer como que exportaban al mundo ese modelo y repartían patentes de democracia.
Cierto que los resultados salieron menos que dudosos, y si no echen un vistazo a lo que hay por Irak, Afganistán y otros beneficiarios de tal apostolado a golpe de misil. Como anécdota, tuve el discutible honor de hallarme presente en la invasión de Panamá, con su secuela Noriega y otros beneficios adicionales.
El espectáculo de una horda invadiendo el Capitolio no se nos va a borrar de la retina durante mucho tiempo y no dejará de asombrarnos que el propio Presidente haya alentado un disparate de ese volumen, barbaridad solo comparable a la inasistencia en el traspaso de poderes a su sucesor, John Biden, a quien, dicho sea de paso, Dios se la depare buena; porque administrar una herencia tan catastrófica en medio de los monos aulladores antes mencionados no se lo deseo ni a mi peor enemigo.
Algunos amigos míos comentaban aquello de que “cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”, y lo hacían razonablemente, porque es preciso fijarse en las reacciones de algunos partidos políticos europeos, españoles en particular, ante la crisis norteamericana. Tomemos nota.
La noción de democracia no es unívoca, porque se halla sujeta a múltiples interpretaciones; con ella ocurre algo semejante a lo que pasa con el concepto de libertad. Declararse demócrata está al alcance de todos los bolsillos.
El propio Boris Yeltsin puede hacerlo de modo gratuito; Nicolás Maduro se lo puede permitir y sus opositores, otro tanto. En cualquier caso de nada sirve un sistema institucional democrático, si los ciudadanos no asumen personalmente actitudes democráticas, como están demostrando los sucesos que comentamos. El respeto a la opinión discrepante de la propia es clave en la autenticidad de tales actitudes y también la capacidad de escuchar al contrario. No es muy frecuente que se manifiesten estos fenómenos.
Por otra parte la democracia perfecta no deja de ser una utopía, porque el pueblo nunca ejercerá el poder por completo y sin intermediarios. La democracia ateniense sólo fue patrimonio de una minoría; la supuestamente habida en la República de Roma fue de hecho una oligarquía ejercida por los patricios, en eterno conflicto con la plebe, según nos cuenta Tito Livio.
Por añadidura, existe en nuestro tiempo un poder que escapa por completo a cualquier control democrático: me refiero al poder económico. Los países que disfrutan de regímenes políticos democráticos (toma esdrújulas) muestran unas diferencias sociales cada vez más marcadas.
Precisamente esta etapa que estamos viviendo, marcada por la pandemia, ha ensanchado todavía más el enorme abismo que separa las rentas más elevadas de las más exiguas. La noción de igualdad se supone que sería atributo de la democracia. Pues no.
La igualdad ante la ley tampoco acaba de hacerse presente en un Estado Democrático, como el que se supone que disfrutamos. ¿Es posible hablar de igualdad en un País cuya Constitución aplica el título de “inviolable” a un ciudadano? ¿No exhala un tufillo medieval de lo más molesto?
Con todos los peros y matices, afirmo que vivir en democracia es mucho mejor que vivir sin ella.
El espectáculo de una horda invadiendo el Capitolio no se borrará de la retina en mucho tiempo