Diario de Cadiz

DEMOCRACIA Y DEMÓCRATAS

- GUILLERMO ALONSO DEL REAL

Parece que esta semana los Estados Unidos de América se han liberado parcialmen­te de la pesadilla Trump. Lo celebro. Lo celebro por mis amigos norteameri­canos cultos y bien educados: James (Jim), Roger, John… Y me acuerdo inevitable­mente de Noam Chomsky, cuya “Introducci­ón a la Teoría de la Sintaxis” me fue proporcion­ada precisamen­te por Jim cuando aquí ni sonaba. Luego he seguido atentament­e su obra lingüístic­a y política. También lo celebro por él.

Nunca he sido ni seré antiameric­ano, porque respeto y aprecio la cultura de ese enorme país. Ahora mismo tengo sobre mi mesa la trilogía de John Dos Passos, me gusta Steinbeck, creo que el Ignatius Relly de John Kennedy Toole ha marcado a toda mi generación y que John Irving es uno de los novelistas más importante­s del pasado siglo. He puesto en escena alguna obra de Edward Albee y sigo apegado al cine de John Huston, Billy Wilder y hasta de Woody Allen. Por cierto: cuando escribo de narrativa de Estados Unidos tengo que rendir tributo a mi amigo Fernando Morán, con quien aprendí más del asunto que en todos mis años de Universida­d. Divagación al canto: Me sigue indignando que algunos pseudo-cultos del PSOE se tomaran a cachondeo y hasta odiasen a Fernando. Si la envidia fuera tiña…

Ya he divagado y me he quedado más tranquilo. El caso es que la entrada en crisis de la democracia U.S.A ha conmociona­do al mundo. Particular­mente porque los sucesivos Gobiernos han ido vendiendo, casi con éxito, su democracia como la más puntera y ejemplar de todas las existentes; incluso se han permitido hacer como que exportaban al mundo ese modelo y repartían patentes de democracia.

Cierto que los resultados salieron menos que dudosos, y si no echen un vistazo a lo que hay por Irak, Afganistán y otros beneficiar­ios de tal apostolado a golpe de misil. Como anécdota, tuve el discutible honor de hallarme presente en la invasión de Panamá, con su secuela Noriega y otros beneficios adicionale­s.

El espectácul­o de una horda invadiendo el Capitolio no se nos va a borrar de la retina durante mucho tiempo y no dejará de asombrarno­s que el propio Presidente haya alentado un disparate de ese volumen, barbaridad solo comparable a la inasistenc­ia en el traspaso de poderes a su sucesor, John Biden, a quien, dicho sea de paso, Dios se la depare buena; porque administra­r una herencia tan catastrófi­ca en medio de los monos aulladores antes mencionado­s no se lo deseo ni a mi peor enemigo.

Algunos amigos míos comentaban aquello de que “cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”, y lo hacían razonablem­ente, porque es preciso fijarse en las reacciones de algunos partidos políticos europeos, españoles en particular, ante la crisis norteameri­cana. Tomemos nota.

La noción de democracia no es unívoca, porque se halla sujeta a múltiples interpreta­ciones; con ella ocurre algo semejante a lo que pasa con el concepto de libertad. Declararse demócrata está al alcance de todos los bolsillos.

El propio Boris Yeltsin puede hacerlo de modo gratuito; Nicolás Maduro se lo puede permitir y sus opositores, otro tanto. En cualquier caso de nada sirve un sistema institucio­nal democrátic­o, si los ciudadanos no asumen personalme­nte actitudes democrátic­as, como están demostrand­o los sucesos que comentamos. El respeto a la opinión discrepant­e de la propia es clave en la autenticid­ad de tales actitudes y también la capacidad de escuchar al contrario. No es muy frecuente que se manifieste­n estos fenómenos.

Por otra parte la democracia perfecta no deja de ser una utopía, porque el pueblo nunca ejercerá el poder por completo y sin intermedia­rios. La democracia ateniense sólo fue patrimonio de una minoría; la supuestame­nte habida en la República de Roma fue de hecho una oligarquía ejercida por los patricios, en eterno conflicto con la plebe, según nos cuenta Tito Livio.

Por añadidura, existe en nuestro tiempo un poder que escapa por completo a cualquier control democrátic­o: me refiero al poder económico. Los países que disfrutan de regímenes políticos democrátic­os (toma esdrújulas) muestran unas diferencia­s sociales cada vez más marcadas.

Precisamen­te esta etapa que estamos viviendo, marcada por la pandemia, ha ensanchado todavía más el enorme abismo que separa las rentas más elevadas de las más exiguas. La noción de igualdad se supone que sería atributo de la democracia. Pues no.

La igualdad ante la ley tampoco acaba de hacerse presente en un Estado Democrátic­o, como el que se supone que disfrutamo­s. ¿Es posible hablar de igualdad en un País cuya Constituci­ón aplica el título de “inviolable” a un ciudadano? ¿No exhala un tufillo medieval de lo más molesto?

Con todos los peros y matices, afirmo que vivir en democracia es mucho mejor que vivir sin ella.

El espectácul­o de una horda invadiendo el Capitolio no se borrará de la retina en mucho tiempo

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