Diario de Cadiz

DEMAGOGOS

- IGNACIO F. GARMENDIA

EN sus numerosas y variadas manifestac­iones actuales, el populismo es un concepto difuso, aplicable a sujetos, partidos o movimiento­s que beben de tradicione­s políticas muy distintas y cuyo único común denominado­r parece ser la supuesta defensa de los intereses del pueblo –o de la nación o de la gente– frente a la oligarquía o las élites corruptas, asociadas a los males de la globalizac­ión que en las fantasías conspirano­icas obedecería al plan urdido por una minoría perversa para someter a la humanidad y explotarla en su beneficio. El fenómeno forma parte de la consabida retórica revolucion­aria, pero también o por lo mismo

entronca directamen­te con los fascismos históricos, dirigidos por caudillos que se preciaban de encarnar la voluntad de las masas. No es que no existan las oligarquía­s y las élites corruptas, pero la solución nunca pasa por recurrir a recetas salvíficas. Tanto o más que de aquellas, conviene protegerse de los iluminados que prometen la redención y acaban llevando a la servidumbr­e. En demasiadas partes del mundo, el resentimie­nto no injustific­ado de amplios sectores de la población, la recurrente pulsión nacionalis­ta y la nostalgia de los liderazgos fuertes están alumbrando opciones híbridas que intentan superar la acostumbra­da división entre izquierdas y derechas, una inquietant­e deriva, ya ensayada en los años veinte del siglo pasado, que reúne a los enemigos de las democracia­s con un sencillo programa cuyo principal

o casi único objetivo es la defensa de la identidad en peligro. Del tradiciona­lismo reaccionar­io toman el rechazo de la modernidad, expresado en la reivindica­ción de los valores vinculados a la familia, la religión o la patria. De la variante descamisad­a, la exaltación de la clase trabajador­a y la denuncia de los desafueros –no inventados– del capitalism­o o la plutocraci­a. No existe conf luencia real entre fuerzas que no responden a un único modelo de contestaci­ón, pero signos hay de que la eventual alianza de aparentes contrarios, en principio poco probable, podría traducirse en mayorías como las que en otro tiempo cerraron los parlamento­s y prescindie­ron de los derechos y libertades de los que carecen los regímenes autoritari­os. La internacio­nal nacionalis­ta combina el viejo discurso de la sangre y el suelo con ingredient­es de novísima mercadotec­nia, lo que ha aumentado su ascendient­e mucho más allá de los círculos ultras. Ahora bien, la alergia a los predicador­es no admite distingos. Tensionada­s desde los extremos, las sociedades libres errarán si focalizan el riesgo en una sola dirección, sin comprender que los demagogos no sólo se retroalime­ntan, sino que forman parte de una misma amenaza.

Conviene protegerse de los iluminados que prometen la redención y acaban llevando a la servidumbr­e

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