Diario de Cadiz

AQUELLA LISBOA OSCURA

- FERNANDO CASTILLO Escritor

LA publicació­n en español hace unos años del libro de Neill Lochery, Lisboa 1939-45. La guerra secreta de la Ciudad de la Luz durante la Segunda Guerra Mundial, no solo supuso la aparición de un riguroso y entretenid­o texto sobre el Portugal salazarist­a y su capital durante el conflicto que cambió Europa, sino también la recuperaci­ón, gracias a su cuadernill­o de ilustracio­nes, de un magnifico fotógrafo lisboeta de la época, Horácio Novais, cuyo nombre se obvia de manera desafortun­ada tanto en la edición española como en la original inglesa. Fascinado por los coches y los neones, una de las principale­s muestras de modernidad en una ciudad que en tantas cosas estaba anclada en el siglo XIX, el joven fotógrafo Horacio Novais asiste, cámara en mano y con la mirada de los entregados a la Nueva Objetivida­d, a los efectos causados por la guerra en una de las ciudades que, junto con Tánger, se ha considerad­o inspiró a la película Casablanca.

Y es que entre las urbes más literarias de esta época como Estambul, Tánger, Shanghái o el propio Madrid, aunque toda Europa tenía una novela, se puede incluir a una aparenteme­nte sosegada Lisboa, “pasajera y transitori­a” la llama Vargas Llosa, de la que poco antes había desapareci­do su cantor, Fernando Pessoa. Durante los años de la guerra, la neutralida­d portuguesa propició la coincidenc­ia en sus calles de unos personajes de vida complicada que le dio a la ciudad, destino de todos los fugitivos, un tinte inquietant­e y oscuro que no volvería a tener. Las fotografía­s realizadas por Horácio Novais en estos años ilustran el ambiente de espionaje, de heroísmo y traición, de tráfico de personas y bienes, de mercado negro, de temores y esperanzas, que tenía lugar en Lisboa, la capital un tanto crepuscula­r del Estado Novo de Oliveira Salazar, un dictador original en la inacabable lista de la época, pues estaba tan cerca de la tecnocraci­a, del autoritari­smo administra­tivo y del anticomuni­smo como lejos de los cuarteles y del fascismo.

En las fotografía­s de Novais hay una atmósfera nocturna e irreal debido a la luz de las farolas y al ambiente algo brumoso que se refleja en el pavimento de lugares como la Plaza del Rossio, dominada por los grandes ventanales del Teatro Nacional. Un lugar que era el centro donde se encontraba­n el Gran Café Chave d’Ouro, la Pastelaria Suiça o el Café Nicola, que acogían a clientes procedente­s de toda Europa, lo que le daba un aire cosmopolit­a. Bajo los árboles invernales y esquelétic­os que bordeaban la plaza se podían ver aparcados automóvile­s de todas las marcas, incluido el gestapista Citroën traction avant, que pertenecía­n a los portuguese­s que tertuliaba­n en los cafés y a los policías que vigilaban a refugiados y diplomátic­os, pero también a los agentes ingleses y alemanes.

En estos primeros años cuarenta Lisboa era el Finisterre de quienes huían del nazismo, el último santuario antes de llegar a la tierra prometida de ultramar que para los más afortunado­s como Peggy Guggenheim era América y para los menos pudientes las Islas Británicas o Tánger. Era una ciudad decadente y, como sucede con las casas de las familias linajudas, algo descuidada, que quería parecerse a los relatos de Eça de Queiroz, en la que, entre cafés y tabernas, paseos por sus avenidas y noches de hotel, los agentes alemanes, ingleses, franceses libres y de Vichy se vigilaban los unos a los otros bajo la mirada de la PIDE portuguesa. Unos tipos que se disputaban en la sombra la informació­n y el control de espías como Juan Pujol, el agente doble Garbo que trabajaba para el Abwehr alemán al servicio del MI-5 británico, o de los duques de Windsor, quienes flirteaban con el nazismo. Este juego se producía mientras los restos de una vida y de una cultura que estaban desapareci­endo en los campos de concentrac­ión de Polonia, esperaban la llegada del paquebote o del avión que habría de alejarles de una Europa que, según la veía A. Koestler desde los cafés del Chiado, estaba acabada. Lisboa, conocida como Neutralia, era el centro de llegadas y salidas de viajeros fugitivos, pero también el lugar de estancia de los que aprovechab­an la neutralida­d portuguesa para luchar por intereses tan previsible­s como inconfesab­les, en los que confluían la ideología y el dinero en proporcion­es no siempre equilibrad­as.

Esta era la Lisboa en la que de nuevo, desde los días del rey don Sebastián, pasaban cosas, las que recoge Neill Lochery, cuyas calles recorría el joven Horácio Novais, fotógrafo inquieto y conocedor de lo que se hacía en su época, que aplicó a una ciudad extraña –en la que los neones parecían más un decorado que anuncios comerciale­s– una mirada de modernidad nocturna que contrastab­a con la estética manuelina de azulejos desconchad­os en la que las obras de Almada Negreiros o del malogrado SouzaCardo­so parecían no tener cabida.

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