LOCURA COLECTIVA
EL profesor Francisco Mora se preguntaba si enferman las mariposas del alma en su ensayo sobre la locura, y eso parece. Cada vez tenemos más pájaros en la cabeza, visto el follón que montamos a la menor ocasión. La condena de un rapero, que no pasaría de preliminares en el Concurso de Romanceros, ha desatado la locura nacional, y hasta Pedro Sánchez ha salido al paso. Ni la falta de vacunas, ni las cifras del paro despertaron tanta preocupación. ¿Estaremos locos con tanto móvil y tanto veneno en las redes? La primera ola la capeamos con el Resistiré, aplaudiendo al atardecer y corriendo por casa. Un año después, tenemos los nervios tan alterados que el ex ministro Illa parece un marciano a nuestro lado. Algunos se desesperan tan rápido que son capaces de levantar camiones por nada: lo mismo al volante, cuando alguien olvida el intermitente, que en la cola del súper, si un abuelo se pone a charlar con la cajera. Nuestra impaciencia sólo es comparable a la ansiedad con que nos devora el día a día. Del hay tiempo para todo, hemos pasado al no me alcanza la vida. Y como diría El Selu, primero nos levantamos cabreados y luego buscamos los motivos, empezando por los ofendiditos, como destaca Dani Rovira en sus monólogos.
El odiómetro nacional está tan agitado, que la mayoría está para el psicólogo. Si nos mudásemos al campo hasta las amapolas se estresarían. Los enfrentamientos de los jóvenes con la Policía dan fe de las graves patologías de una sociedad que tampoco respeta al médico y al profesor. Esta actitud avinagrada y violenta viene de atrás y lo peor es la escalada. Antaño, a la primera gota de sangre se detenía la pelea; ahora, hasta que un joven no le saca el ojo a otro con un vaso roto no se para la bronca. La misma combatividad se da en las algaradas y en las embestidas de los narcos. Antiguamente, si pillaban al contrabandista, éste se limitaba a levantar las manos. Hoy su agresividad no tiene límites.
En vez de exhibir el saber de categoría, los políticos exigen una obediencia ciega a sus ideas, liquidando la pluralidad, como si un mesías les hablara sólo a ellos. Todas sus disputas se resuelven con un plato de tolerancia, pero prefieren fabricar fanáticos tensando el arco de la crispación. Saben limar asperezas y curar heridas, pero optan por crear conf lictos a tutiplén. Kichi no sería Kichi si no señalara a la Junta como culpable del incendio del hospital. Y al PP le daría algo si no calienta el pleno tras la ausencia del alcalde en el siniestro. Si las izquierdas se dedicaran a gobernar, y en vez de jalear a los violentos se pusieran a impulsar las políticas que piden a gritos, sobre todo, desde los sectores más hartos de la corrupción, tal vez les iría mucho mejor. Pero como prefieren alimentar el fuego, así nos va. Y como las derechas espantan hasta a los suyos, pensando que pueden limpiar su expediente delictivo mudándose de sede, la depresión es de traca. Quienes aspiran a llenar su nevera con su esfuerzo no entienden una palabra del Congreso, y quienes lo perdieron todo se frotan los ojos. La seguridad de antaño ha mutado en incertidumbre. Si quieres recoger el fruto de tu trabajo, chocas contra un muro. Si eres universitario, piensas que la vida se te escapa. Si te gustan los negocios, nunca ves el momento. Si eres comerciante, dan ganas de llorar. Luego, a los políticos se les llena la boca con el talante y el pacto. Pero como dijo Dante en La Casa Rusia, “el hombre nunca está a la altura de su retórica”.
Antes las peleas se detenían a la primera gota de sangre, en la actualidad la escalada de violencia va a más cada día