Diario de Cadiz

Debussy o el informalis­mo vegetativo

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la obra del gran Claudio de Francia, al que estima como el más importante compositor francés desde Rameau, y argumentos no le faltan para defenderlo. Debussy fue un espíritu libre y rebelde en el Conservato­rio de París. No es que rechazara la tradición –ningún artista puede serlo partiendo de la nada–: rechazó el dogma, la idea de que las formas eran intocables, las imposicion­es que estaban esclerotiz­ando a la Academia. Pero Walsh no cae en el tópico ni en el recurso fácil al malditismo. Debussy nunca fue un mal alumno y sus profesores no fueron insensible­s a sus cualidades como artista: reconocier­on su talento y el potencial transgreso­r de sus innovacion­es.

Walsh somete a revisión muchos de los lugares comunes referentes al compositor, como su wagnerismo/antiwagner­ismo o su relación con el impresioni­smo y el simbolismo. Incluso cuando ya se declaraba antiwagner­iano, en Debussy son reconocibl­es huellas del genio alemán. Respecto a su adscripció­n a algún movimiento artístico y, pese al rechazo que sólo su mención provocaba en el compositor (y las dudas que genera en su biógrafo), parece bastante razonable vincular la difuminaci­ón de los contornos de muchas de sus obras con la de los lienzos impresioni­stas. El recurso al simbolismo aparece convenient­emente matizado en un trabajo denso, que somete a escrutinio analítico todas y cada una de las piezas salidas de la pluma del músico. Es quizás este el aspecto del libro que más pueda desincenti­var al lector no especialis­ta, aunque la integració­n entre el relato puramente biográfico, el tono ensayístic­o y el análisis musical es tan sólida que el esfuerzo por avanzar, aun a saltos, entre la maleza técnica bien vale la pena.

Walsh admira al artista, pero nunca es condescend­iente con él, ni en su actividad pública (se muestra bastante mordaz con su guadianesc­a labor de crítico y comenta abiertamen­te algunos de sus problemas como director) ni en la privada, aunque mira con cierta desmitific­adora distancia tanto los intentos de suicidio de dos de sus compañeras como su relación adúltera con Emma Bardac, antes de que se convirtier­a en su segunda esposa.

El hombre es mirado en toda su complejida­d: su dandismo, sus relaciones con pintores, poetas y

Stephen Walsh somete todas las obras de Debussy a un escrutinio analítico

colegas, su dependenci­a del editor Durand, el amor y la ternura por su pequeña Chouchou, sus problemas con la economía, sus delirios de grandeza, el dolor de la enfermedad en sus últimos años... Y el artista es al final proyectado al futuro en la mirada de los otros modernos, que parecieron valorar sobre todo su informalis­mo o, como decía Herbert Eimert de Jeux, un ballet para Diáguilev de 1913, la música vista como un proceso vegetativo “que crece y se expande, echa brotes y retoños, pero nunca retorna o se repite”.

conciertos para piano, estrenados en 1912 y 1913.

Einojuhani Rautavaara escribió sus Dos serenatas (Serenata para mi amor Serenata para la vida)

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MUSEO MUNICIPAL SAINT-GERMAIN-EN-LAYE Claude Debussy con su hija Emma (Chouchou) en una playa de Normandía (1911).

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