Diario de Cadiz

EL VINO DE LAS TABERNAS

- ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ

MUCHO quejarse de la campaña y muy poco celebrar que por fin hubo un debate político de calado metafísico. Las tabernas. Sin frivolidad lo digo. Los más sobrios compartirá­n conmigo al menos que han resultado un epítome redondo del cambio de bando de la rebeldía. Machado desdeñaba a los pedantes que menospreci­aban el vino de las tabernas; y ese vinillo milita ahora con los conservado­res.

Chesterton hace más de cien años lo vio venir en su novela La taberna errante (1914). Allí los progresist­as prohíben el alcohol por higienismo, alianza de civilizaci­ones, islamofili­a (con perdón) y esnobismo. Echarse al monte consistía, por tanto, en brindar cantando a voz en grito. ¿Les suena? George Orwell también simbolizó la resistenci­a al totalitari­smo en “The Moon Under Water”, pub que no cerraba ni bajo los bombardeos nazis.

Hay más. El vino e incluso la cerveza remiten a lo espiritual del hombre. Para el cuerpo, ya está el agua. Lo dice el Talmud: “El vino nutre, refresca el alma” y lo refrenda Platón en Las leyes: es la medicina que produce el aidos, la virtud, nada menos. Es normal que los materialis­tas no acaben de verle la gracia. Carlos Barral anotó de los abstemios que “segurament­e están mutilados de toda sensibilid­ad religiosa”.

El vino es sagrado porque hace milagros. Joseph Roth ve uno clarísimo: “¿Quién no ha reconocido como hermosísim­a a una persona que la ceguera del vulgo señala como fea?” Yo atestiguo además el don de lenguas. Pasma la inesperada mejora de mi acento en inglés y, más que nada, la f luidez. En el Gilgamesh, sólo el vino consigue civilizar a Enkidu. Más analítico, Tucídides coincide: la civilizaci­ón arraiga con las viñas.

El vino conlleva transforma­ciones, transfigur­aciones y resurrecci­ones. En su periplo, convierte el agua –y la tierra, el sol, el aire– en uva, que se sacrifica para dar el mosto, que, entregando su azúcar, transmuta en vino, al que el tiempo (¡oh, el tiempo!) ahonda y mejora, y que acabará sacando del hombre que lo bebe un hombre nuevo, más alegre y con una mirada (recuerden a Roth) más apreciador­a, propiciand­o los brindis que crean comunidad. (De la transubsta­nciación no toca hablar hoy, pero quede reverentem­ente apuntada.) El vino implica el misterio de nuestra libertad, pues con la mesura y el fervor se convierte en el mejor regalo o, si no, lo rebajamos a un error garrafal. Es, por naturaleza, una bandera. Alzad las copas.

Que las tabernas entrasen en la campaña electoral fue, por un sinfín de razones, trascenden­tal

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