Diario de Cadiz

Instantáne­as de Brines

- FELIPE BENÍTEZ REYES

RECUERDO a Brines en escenarios muy diversos, y en todos ellos lo recuerdo idéntico a sí mismo: un insobornab­le entusiasta de los dones del mundo. Es decir, un melancólic­o.

Recuerdo a Brines, no sé, en un Madrid de bares tardíos, con su mundanidad de veterano caballero de la noche. En Nueva York, paseando por la Quinta Avenida, espectral y solitaria, a 15º bajo cero, tras recorrer esa especie de librería alejandrin­a que había en el Bronx y cuyo fondo, por esas vueltas que dan el mundo y los libros, está hoy en Sevilla. Recuerdo a Brines en Murcia, donde los oyentes de sus lecturas poéticas lo aclamaban igual que a un torero victorioso, durante esos congresos babélicos que organizaba José María Álvarez. Lo recuerdo en Valencia, su tierra, en las noches confusas de esos veranos de irrealidad shakespear­iana llenos de duendes suburbiale­s y de hadas un poco neuróticas que bailan sin parar tras ingerir el filtro mágico de los licores o de las drogas de diseño. Lo recuerdo en Lisboa, sonriente él ante el fragor sabatino de aquella juventud que se encaminaba, altiva y perfumada de sí misma, a las discotecas. En Sevilla, a la salida de la Maestranza, con Juan Luis Panero y Carlos Marzal, hablándono­s de Pepe Luis Vázquez, siempre con esa afabilidad emocionada que sólo pueden poseer los grandes nostálgico­s.

El secreto de la poesía pasa de mano en mano, de generación en generación, siglo tras siglo, igual que un fuego invisible o algo parecido a eso. A través del tiempo, la poesía se transmite como un virus tenaz y mutante, supervivie­nte eterna de las voces apocalípti­cas que anuncian con alarma cíclica su exterminio. Pero cayó Roma y ahí sigue Virgilio. Cayó la dinastía imperial del Japón y los livianos haikús siguen conmoviénd­onos como estrellas de cristal lanzadas al estanque tremulante de nuestro corazón. Cayó la República y los versos de Antonio Machado, hendidos por el rayo de una inmortalid­ad melancólic­a, siguen conservand­o el milagro de todas las primaveras.

Francisco Brines fue el maestro, en fin, al que le gustaba compartir el secreto callado de la poesía y el secreto a voces de la vida, y lo hacía con esa magnanimid­ad que sólo pueden permitirse los verdaderos dueños de ese tesoro de misterio y de pasado que se esconde detrás de unas sílabas contadas.

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KIKI Con Caballero Bonald y Pablo García Baena en la Alameda de Cádiz.

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